miércoles, 28 de abril de 2010

Kant: El orden de lo absurdo (Setiembre 2009)

Paedro Serpentino
Immanuel Kant nació el 22 de Abril de 1724 en Königsberg (Prusia Oriental), y falleció el 12 de febrero de 1804, en la misma ciudad, donde vivió prácticamente toda su vida. Fue el máximo representante de la ilustración alemana. La ilustración no fue, como se cree a veces, un movimiento unitario, sino que tuvo sus particularidades según el país. Así, por ejemplo, mientras en Francia encarnaba una tendencia antirreligiosa basada en presupuestos escépticos y materialistas y una ética hedonista, la ilustración alemana no adoptó estos valores por depender en gran parte de la tradición aristócrata protestante. Por otra parte, mientras en Francia, Inglaterra y Rusia la investigación filosófica tiene lugar en círculos restringidos (en Academias o Cortes), “…en Alemania, particularmente en la Alemania protestante, la ilustración se verifica capilarmente, y compromete, en unos sitios más, en otros menos, a todas las Universidades”(1). Esto explica por qué la Metafísica, siendo duramente criticada por la ilustración, aún tenía un notable prestigio en Alemania. Pero a la vista de este prestigio mantenido aún en el inicio de la ilustración, cuanto mayor escandaloso tenía que resultar su atraso con relación a las otras ciencias. Desde su nacimiento en Grecia, la Metafísica tuvo sus dificultades para desarrollarse,que ahora se agravaban con los notables adelantos de la matemática y, sobre todo, de la nueva ciencia matemático-experimental de la naturaleza. Esta nueva ciencia, terminada de consolidardefinitivamente con la figura de Newton, maravillaba a todos y hacía pensar que estaba destinadaa una continua acumulación de verdades irrefutables. Mientras esto sucedía, los metafísicos nose ponían de acuerdo sobre cuestiones fundamentales. Es que dos mil años de discusiones metafísicas no habían desembocado aún en acuerdos básicos.

Según el propio Kant, es característica de su época una actitud escéptica con respecto a laMetafísica. Sin embargo no ve en esto un peligro para su existencia “pues es inútil –dice– querer fingir indiferencia con respecto a estas investigaciones, cuyo objeto no puede ser indiferente a la naturaleza humana”(2). Todos los hombres nos planteamos ciertas cuestiones querebasan nuestras posibilidades. Preguntas sobre Dios, la libertad en las acciones, o el alma, nohallan en la experiencia sensible posibilidad de ser contestadas. Precisamente la Metafísica delsiglo XVIII estaba invocada a estudiar estos temas. Pero todos aquellos que se aventuraron a investigar sobre la existencia de Dios, la naturaleza del alma o nuestra libertad, fracasaron o entraron en contradicción con otras respuestas igualmente válidas. Esto se debe a que no nos es accesible un fundamento que justifique el pretendido conocimiento sobre estas cuestiones. Por eso, muchos negaron la posibilidad de tratarlos con rigor científico, entre ellos Hume. Pero el conocimiento sobre estos temas, de haberlo, sería el último al que renunciaríamos, por lo que, lejos de rechazarlo, la propuesta kantiana es: considerando las dificultades en las que se encuentra, preguntar por su posibilidad, sus requisitos y su alcance. “La posibilidad que aquí se trata –no lo perdamos de vista, nos dice Torretti– es una posibilidad humana, la posibilidad de que nosotros, en esta vida sobre esta tierra, establezcamos una ciencia metafísica. La pregunta por la metafísica es, pues, una pregunta por nuestra capacidad de conocer”(3). Y en particular, por una clase de conocimiento, el metafísico, el cual tiene la peculiaridad de que su objeto no se ve, ni se toca, y por tanto es independiente de la información de nuestros sentidos. Este tipo de conocimiento sería un conocimiento a priori(4). En cierto sentido, la pretensión kantiana es que, viendo las infinitas respuestas opuestas que se pueden dar, hay que separar lo que puede ser pensado de lo que puede ser conocido. Esto es posible porque pensar y conocer son cosas diferentes. Para ello entonces, debe valerse de un criterio, un juez que resuelva qué puede ser pensado como conocimiento y qué no. Este juez va a ser la Crítica. Tres son las preguntas que se plantea al respecto: ¿Qué puedo saber?, ¿Qué debo hacer?, y, ¿Qué puedo esperar? Tratará de responderlas en tres libros. ¿Qué puedo saber? es una pregunta meramente especulativa y Kant intenta responderla en la Crítica de la razón pura (1781). ¿Qué debo hacer? Implica cuestiones prácticas y morales, y Kant las explora en la Crítica de la razón práctica (1788). La tercera, ¿Qué puedo esperar?, es una cuestión teórica y práctica, vinculada sobre todo a lo que nosotros llamamos estética, y para contestarla escribe la Crítica del juicio (1790). En el presente trabajo me dedicaré mayormente a la Crítica de la razón pura por cuestiones de pertinencia y por ser su obra fundamental e implicar, de alguna forma, a las otras dos.

Debido a que tanto el problema que se plantea como la solución propuesta son en extremo complejos, propongo reproducir el mundo a una escala conmensurable de forma fácil.

Me remitiré a un escenario de Cortázar, que a su vez se remite a Shakespeare, en el cual Macbeth dice: “La vida es una sombra que camina, un pobre actor que en escena se arrebata y contonea y nunca más se le oye. Es un cuento que cuenta un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. En Rayuela se puede leer: “En realidad nosotros somos como las comedias cuando uno llega al teatro en el segundo acto. Todo es muy bonito pero no se entiende nada. Los actores hablan y actúan no se sabe por qué, ni a causa de qué”.

En efecto, imaginemos un hombre en el teatro, viendo un espectáculo, al cual no entiende, le resulta absurdo y no hay nada que lo explique pues se ve imposibilitado de leer el libreto, o lo que para nosotros sería “el libro sagrado de las leyes naturales”. A este momento podríamos llamarlo “el caos inicial”. Supongamos también que esta persona (que a partir de ahora llamaremos espectador) se desdobla en él y en un espíritu crítico. Su función será la de juzgar y clasificar los conocimientos que el espectador cree poseer. El mundo será en un principio, como ya se dijo, un espectáculo caótico y absurdo no porque lo sea en sí, sino porque no lo podemos explicar. La misión fundamental del espíritu crítico será entonces, explicar cómo damos orden a ese absurdo y de qué forma puede ser justificado nuestro conocimiento de manera tal que no dé lugar a objeciones ni a posturas escépticas.

El espíritu crítico hará notar que, en primer lugar, la expresión “el mundo es absurdo” es limitada. Pues todo hombre lo percibe de cierta manera determinada y fija. Lo determinado y fijo a lo que nos referimos aquí no es el mundo, sino nuestra forma de acceder a él. Desde siempre diferenciamos, al percibir, las cosas como distintas unas de otras, a la vez que ubicadas en un espacio y un tiempo. Por otra parte, agrupamos diferentes representaciones de objetos bajo un mismo concepto. Todas estas formas de abordar el mundo, que podríamos denominar formas de nuestras facultades cognoscitivas, hacen que el absurdo se refiera sobre todo a la ignorancia sobre la conexión entre las cosas del mundo, y no a la variabilidad de nuestra forma de acceder a él. Volviendo a nuestro ejemplo: A pesar de que el espectador no puede entender aún las conexiones entre los objetos que ve sobre el escenario, sí puede saber que, debido a su estructura cognoscitiva, los verá en un espacio y en un tiempo y nunca fuera de un espacio y un tiempo. Y que esta invariabilidad no se debe a la obra que se está representando, sino a esta misma forma de acceder al mundo que tiene el espectador.

Una reflexión similar pudo ser la que motivó a Kant a emprender una revolución del modo de pensar, que él mismo denominó “el giro Copernicano”(5). Esta expresa que, pueden haber rasgos que caractericen todas mis experiencias del mundo, no debido a que el mundo tenga alguna uniformidad, sino más bien debido a que nuestras facultades imponen estos rasgos a todo lo percibido y pensado. Esta reflexión fue totalmente revolucionaria. Prácticamente todos los antecesores de Kant concebían que nuestro conocimiento debe adecuarse a los objetos. Creían ellos que son los objetos los que determinan la forma bajo la cual se perciben y la forma bajo la cual se piensan(6). Es este supuesto el que ataca la filosofía crítica y que pretende sustituir por una concepción opuesta. Kant afirma que son nuestros conocimientos los que deben reglar a los objetos. Considera además que esta postura posibilita un conocimiento a priori de esas reglas y, por tanto, un conocimiento metafísico. Esta posibilidad se expresa mediante el siguiente razonamiento: si los objetos están regulados por nuestras facultades cognoscitivas, son ellas las que imponiendo sus esquemas hacen posible el percibir y el pensar; entonces, conociendo nuestras facultades cognoscitivas, estaremos conociendo al mismo tiempo las formas de toda experiencia posible. Y esto aseguraría un conocimiento de los objetos incluso antes de que ellos nos sean dados. A esto Kant llama conocimiento metafísico.

“Si la intuición debe reglarse por la naturaleza de los objetos, no comprendo
entonces cómo puedo saber de ellos algo a priori; pero, réglese el objeto (como
objeto de los sentidos) por la naturaleza de nuestra facultad intuitiva, y entonces
podré representarme perfectamente esa posibilidad”(7).

Pero su apuesta es todavía mayor. Una simple intuición(8) no es todavía conocimiento, necesito aún saber si los conceptos que aplico a los objetos dados en la experiencia son aportados por mí o impuestos por dichos objetos:

“Mas como yo no puedo quedarme en esas intuiciones, si es que han de ser
conocimiento, sino que en tanto que son representaciones debo referirla a alguna
cosa que sea objeto, y como estos últimos deben ser determinados por ellas, he de
admitir, o que los conceptos, por los cuales cumplo esa determinación, se reglan
también por los objetos, lo cual me pone otra vez en el mismo apuro de saber cómo
puedo conocer algo de ellos a priori, o reconocer que los objetos (…), se reglan por
estos conceptos, en lo que veo inmediatamente una manera más fácil de salir del
apuro. En efecto, la experiencia misma es una especie de conocimiento, que exige
la presencia del entendimiento, cuya regla tengo que suponer en mí antes de que
ningún objeto me sea dado, y por consiguiente a priori. Ésta se manifiesta por
medio de conceptos a priori, que sirven, por lo tanto, para reglar necesariamente a
todos los objetos de la experiencia, y con los cuales tienen también que conformar”(9).

Esta postura se basa en la diferencia entre percibir y pensar (que veremos más adelante) y pretende corregir el error de los antecesores de Kant, los cuales confundían las apariencias con las cosas en sí. (Apariencia no significa aquí lo-que-parece-ser-pero-en-realidad-no-es, sino que es sinónimo de fenómeno y la entendemos como la forma en que se muestra una cosa, lo que se hace presente en una percepción). Aclarado esto, digamos que uno de los que cometió el error de confundir las cosas en sí con los fenómenos fue Hume, quien caracterizó a los objetos de la experiencia como “impresiones”, y consideró que estas son dadas a la mente como son en sí mismas. Este error se debió a que no consideró la existencia de formas constitutivas del sujeto, y más precisamente de nuestra facultad de percibir, las cuales “condicionan” nuestro acceso al mundo. Esto significa que no podemos acceder a las cosas en sí, porque solo tenemos “contacto” con ellas en la medida en que son captadas por nuestra forma de percibir, y concebidas por nuestra forma de pensar. De lo que se infiere que a lo que tenemos acceso es a un fenómeno, es decir a cosas tal y como las podemos percibir. Ya no es la realidad quien impone sus esquemas a la mente, sino la mente quien antepone sus esquemas a la realidad. El mundo, tal y como es en sí, es incognoscible para nosotros; sólo conocemos de la realidad lo que nosotros mismos ponemos en ella y la síntesis de esa unión.

Resumiendo pues, podríamos decir que: 1) dada nuestra forma de acceder al mundo por medio de percepciones sensibles, solo tenemos acceso a los fenómenos; 2) nuestra facultad cognoscitiva modela esos fenómenos reglándolos a través de conceptos a priori 3) esto posibilitaría que las conexiones entre las experiencias sean a priori y objetivas. Este punto es posible porque nuestro conocimiento ya no se basa en la conexión entre las cosas en sí (a las que no tenemos acceso), sino la conexión entre los fenómenos modelados por nosotros y por tanto determinables de forma independiente de la experiencia.

De esta manera, aunque en forma muy breve, se esbozó la forma en que Kant responde a cómo damos orden a lo heterogéneo del mundo, a eso que antes llamábamos absurdo. Falta ahora justificar este giro copernicano de tal manera que no sea posible la duda escéptica. Es lo que trataremos de mostrar ahora y que justificaría lo que decíamos en el punto tres, que es posible que las conexiones entre las experiencias sean a priori y objetivas. Volvamos para eso un poco hacia atrás. Kant define su empresa como un tribunal que juzga sobre “…la propia facultad de la razón en general, considerada en todos los conocimientos que puede alcanzar sin valerse de la experiencia y por donde también ha de resultar la posibilidad o imposibilidad de la metafísica, la determinación de sus fuentes, su extensión, y sus límites…”(10).

La primera función de la filosofía crítica es, entonces, la de fijar sus propios límites. Y su proclamación podría resumirse en: allí donde terminan nuestras posibilidades, debería empezar nuestro castigo. O, dicho en forma más técnica: “no puede haber ningún uso legítimo, ni incluso con sentido, de ideas o conceptos, si no se los pone en relación con las condiciones empíricas o experimentales de su aplicación”(11). O dicho en forma técnica y simple a la vez, una idea o concepto solo tiene sentido si se la relaciona con las condiciones empíricas en que podría ser demostrada como conocimiento. Es evidente que este principio, al cual podríamos llamar de significatividad, debe mucho a los empiristas. Es además la tarea negativa limitante de la crítica y que pondrá a la Metafísica en “el camino seguro de la ciencia”. Por ejemplo, si el espectador afirmara que “Dios es infinito” o que “el alma es indivisible”, el espíritu crítico le negará a tal afirmación el calificativo de conocimiento, pues no cumple con el principio de significatividad, ya que para ello debería “referirse en último término, directa o indirectamente, mediante ciertos signos”(12), a la experiencia.

Por otro lado, la tarea positiva, va a ser investigar “(…) la estructura que fija las ideas y los principios cuyo uso y aplicación son esenciales para el conocimiento empírico y los cuales están implicados en toda concepción coherente que de la experiencia nos formamos”(13). O, dicho en forma más simple, estudia la estructura conceptual que se presupone a toda investigación empírica, en tanto sea posible conocerla sin recurrir a la experiencia, es decir, a priori. A esta investigación llama Kant trascendental. Es decir, Kant llama trascendental a “todo conocimiento que en general se ocupe, no de los objetos, sino de la manera que tenemos de conocerlos, en
tanto que sea posible a priori”. Todo conocimiento trascendental tiene, entonces, dos elementos que lo definen 1) se ocupa de nuestra estructura cognoscitiva y 2) se da a priori, independiente de la experiencia. Esta investigación, según Allison(14) se basa en el principio de que, todo lo que es necesario para la experiencia de algo como objeto, es decir, todo lo que es requerido para el conocimiento objetivo en nuestra experiencia, debe reflejar la estructura cognoscitiva de la mente, más que la naturaleza del objeto como es en sí mismo.

Por lo que, aparece aquí la forma de fundamentar nuestro conocimiento de tal manera que no dé lugar a escepticismo; es decir, a través de lo trascendental, esas condiciones cognoscitivas indispensables para que algo pueda ser conocido. Esto indicaría que la experiencia no es la única fuente de conocimiento. Veamos cómo Kant lo explica: Nuestro espíritu crítico nos hará notar que todo el conocimiento del espectador comienza con la experiencia.

“¿Cómo habría de ejercitarse la facultad de conocer, si no fuera por los objetos
que, excitando nuestros sentidos de una parte, producen por si mismos
representaciones, y de otra, impulsan nuestra inteligencia a compararlas entre sí,
enlazarlas o separarlas, y de esta suerte componer la materia informe de las
impresiones sensibles para formar ese conocimiento de las cosas que se llama
experiencia? En el tiempo, pues, ninguno de los conocimientos precede a la
experiencia, y todos comienzan con ella” (15).

Pero por otro lado, nuestro espíritu crítico podría derivar conocimiento no solo de sus intuiciones sensibles:

“…pues bien podría ser que nuestro conocimiento empírico fuera una
composición de lo que recibimos por las impresiones y de lo que aplicamos por
nuestra propia facultad de conocer (simplemente excitada por la impresión
sensible)”(16).

Según esta reflexión entonces, no somos meramente pasivos al tener una experiencia, sino que también participamos activamente aplicando nuestra facultad de conocer. El calificativo de “espectador” no sería el más adecuado luego, en vista de la importante participación de sus facultades en el conocimiento. De ser así, un conocimiento sobre esta facultad de conocer podría no derivarse directamente de la experiencia, y por tanto podríamos tener un conocimiento trascendental.

El espectador, como todo hombre, percibe objetos al ser afectado por ellos de cierto modo y afirma cosas a su respecto. A la facultad mediante la cual nos son dadas las intuiciones, nuestro autor la llama sensibilidad; mientras que a la facultad de pensar o juzgar la llama entendimiento. A través de la sensibilidad nos son dados objetos, a través del entendimiento los objetos son pensados. Además, considera a la sensibilidad humana como una facultad pasiva, pues es receptora de intuiciones, mientras el entendimiento es activo, pues en él se originan los conceptos. Ambas facultades son diferentes e irreductibles la una a la otra y son además igualmente importantes, pues:

“sin sensibilidad, no nos serían dados los objetos, y sin el entendimiento, ninguno
sería pensado. Pensamientos sin contenidos, son vacíos; intuiciones sin conceptos,
son ciegas” (17).

La afirmación entonces, de que a pesar de que todo conocimiento comience con la experiencia, hay una clase de conocimiento no derivado de ella, se entiende a la luz de estas dos facultades humanas: la sensibilidad y el entendimiento. Pues aplicando la investigación trascendental sería posible saber algo a priori. Éste conocimiento a priori sería sobre las formas en que todo objeto nos es dado en la sensibilidad y la forma en la que todo objeto es pensado. Estas formas van a ser las formas de la sensibilidad (espacio y tiempo) y las formas del entendimiento (las doce categorías).

Solo a modo de ejemplificar la investigación trascendental kantiana, expondré aquí el argumento por el cual se justifica que el espacio es una forma pura de la sensibilidad. Como se dijo hace un momento, el espectador, a pesar de su ignorancia respecto a cómo funciona el mundo, sabe que todo objeto externo que perciba se encontrará en un espacio. Pero, ¿qué es el espacio? Kant considera que el espacio no es una entidad real, ni tampoco una simple relación entre las cosas. La prueba kantiana dice, en forma resumida, lo siguiente: para imaginar dos percepciones “no sólo como cualitativamente distintas, sino también como externas y situadas en distintos lugares (…), hace falta que esté ya en principio la representación del espacio”(18).

Además, si bien no podemos imaginar un no-espacio, sí podemos imaginar un espacio sin nada en él. Lo que prueba que no fue abstraído, pues de ser así podríamos imaginarnos percepciones sin espacio. El espacio es, entonces, una forma pura de la sensibilidad.

A través de esta clase de argumentos Kant va señalando en la Crítica de la razón pura todas las condiciones epistémicos que son insoslayables para poder hablar de experiencia. De esta manera determina la estructura conceptual que se presupone a toda investigación empírica, cumpliendo además con su condición de a priori.

Así, el aparente desorden y heterogeneidad del mundo terminan siendo, para Kant, un desconocimiento sobre nuestra propia facultad de conocer. Un conocimiento genuino sobre esta facultad tiene como consecuencia los conocimientos derivados de que: 1) nuestra manera de acceder al mundo es siempre la misma y su forma se debe no a los objetos sino a nosotros. 2) la manera en que nos es posible pensar el mundo y relacionar conceptos también es constante y eso es debido a nuestras estructuras y no a los objetos. Y 3) el punto 1 y el 2 nos llevan a que nuestro conocimiento versa sobre fenómenos y estos se relacionan según las reglas que nuestras estructuras les imponen. Lo cual permite al espectador tener sólidos fundamentos filosóficos para investigar este aparente absurdo, sabiendo que los objetos fenoménicos se relacionan de forma necesaria y constante. En definitiva, por más locuras que realicen los actores, un Newton estará tranquilo de que la gravedad es una ley física que no solo se cumple para los casos que observó, sino también para todos los casos similares. Pues nuestra estructura cognoscitiva los percibirá inevitablemente siempre de la misma manera y, por tanto, los actores están necesariamente sometidos a la ley de la gravedad. Se puede concluir que Kant hizo de la Metafísica, en su pretensión de darle rigor, una ciencia que fundamenta la posibilidad del conocimiento científico.

Bibliografía:

Allison, Henry. El idealismo trascendental de Kant, Anthropos, 1992.
Cassirer, Ernest. Kant, vida y doctrina. FCE, México.
Corner. Kant, Alianza, Madrid, 1987. traducción de Zapata Tellechea.
Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura, Losada, Buenos Aires, 1960. traducción de José de Perojo (parte I) y José
Rovira Armengol (parte II).
Pozzo, Ricardo. El giro kantiano, Akal, Madrid, 1998. traducción de Jorge Pérez de Tudela.
Strawson, Meter. Los límites del sentido, Revista de occidente, Madrid, 1975.traducción de Carlos Thiebaut Luis-
André.
Torretti Roberto. Manuel Kant, estudio sobre los fundamentos de la filosofía crítica, Charcas, Argentina 1980.
Notas al pie:

1 - Pozzo, Ricardo, 1998. p. 6
2 - Crp A X
3 - Torretti Roberto, 1980. p. 23
4 - Es decir, un conocimiento que no se funda directamente en la experiencia, y que por ello, es universal y
necesario.
5 - Kant explica esa denominación diciendo que: «sucede aquí lo que con el primer pensamiento de Copérnico, que,
no pudiendo explicarse bien los movimientos del cielo, si admitía que todo el sistema sideral tornaba alrededor del
contemplador, probó si no sería mejor suponer que era el espectador el que tornaba y los astros los que se hallaban
inmóviles». B XVI
6 - Aunque, algunos críticos de filosofía preferirían relativizar esta afirmación.
7 - Crp B XVI
8 - Intuición significa en Kant la representación inmediata que de un objeto me hago, y en lo que refiere a los hombres:
la representación inmediata de un objeto sensible. Hasta Kant la intuición se relacionaba sobre todo con la revelación,
pues se la concebía como intuición intelectual, pero después de él se rechaza esta acepción y se la entiende como intuición
empírica. La diferencia de Kant con sus antecesores fue colocarla en la sensibilidad y esto hace que la intuición tenga por
objeto lo sensible.
9 - Crp B XVII
10- Crp A X
11- Strawson, Peter, 1975. p. 14
12- Crp B 33

Tratado de metafísica (Setiembre 2009)

Juan Manuel Sánchez

«De lo que no se puede hablar, mejor es callarse»
(Wittgenstein – Tractatus Logicus Philosoficus)


Quizás no haya
más verdad trascendente
que tu cuerpo
tembloroso.

Ni más alma
que el aliento
envaneciéndose
de tus labios.

Pero con eso
me basta.


La sensación es un lugar (Setiembre 2009)

Gerardo Ferreira

La caída aumenta el deseo trunco de subir

Rafael Courtoisie

Cuando algo anda mal en mí, me recojo y pienso en lo bueno que sería poder hacer algo productivo con eso, transformarlo en otra cosa que no sea yo y que funcione, que tenga sentido, que no sea otro intento banal de subsistir, como tirarse y esperar que algo suceda. No, transformarlo de manera tal que esa energía se convierta en un sitio con personas que viven, dicen y sienten; cuando algo así me pasa clavo los ojos en un punto fijo y me concentro, y al principio nada ocurre, como cada vez que empieza algo. Nada. Inicio, promesa, mis manos toman la iniciativa, buscan un objeto para luchar, un instrumento, un arma acaso, buscan una extensión de sí mismas que intenta repeler lo mal que me siento, porque así empieza todo, con una sensación, con algo que pasa por adentro de uno como una estampida de cometas, con una sensación, con la presión de los dedos sobre algo sólido y la mirada estupefacta, concentrada en la posibilidad de que algo se puede hacer con eso, de que algo con sentido puede amanecer en mí, de que hay una forma, una vía, una puerta hacia el papel, y cuando ubico esa sensación, cuando la identifico, en ese momento existe un lugar, existen personas que piensan dicen y sienten, y me recojo, alguien se acerca, me cuenta bajito al oído lo mal que estoy o tal vez lo bien -si ando contento- parpadeo al fin y entiendo.

Existo.


lunes, 19 de abril de 2010

¿Caballero sin princesa? (Setiembre 2009)

Christian Burgues

Es complejo encontrar en esta ocasión qué es aquello que desde los suburbios de nuestro saber tratamos de capturar. Porque podríamos pensar que Soren Kierkegaard, filósofo y teólogo danés del siglo XIX: precursor del existencialismo, crítico del hegelianismo y de las apariencias religiosas, fusionador de la ética y la estética; podría bastarse por sí para ocupar el lugar de enigma de lo cotidiano. Pero también el amor y la fe (en trascendencia del espíritu medieval), temáticas que en este autor tienden a entremezclarse, son dignas de ser señaladas como suburbios de nuestra filosófica ciudad. Es intención de este pequeño trabajo dejar pequeñas huellas de un mundo de pensamiento a transitar a seguir pensando, para ellos también recurrimos al socorro del filósofo italiano Umberto Galimberti, otro ser de los suburbios. Qué pasará luego ya no me
corresponde decirlo.

Soren Kierkegaard en «Temor y temblor» presenta a quien él denomina: «el caballero de la resignación infinita». Pero primero es necesario saber que es la «resignación infinita», para luego conocer y comprender al caballero que le hace honor.

«La resignación infinita es el último estadio precedente a la fe, y nadie alcanza la fe si antes no ha hecho ese movimiento previo, porque es en la resignación infinita donde , ante todo, tomo conciencia de mi valer eterno, y únicamente así puedo entonces alcanzar la vida de este mundo en virtud de la fe» (1)

«Por consiguiente el caballero efectúa el movimiento; pero ¿cuál? ¿Lo olvidará todo, ya que también hay una especie de concentración?¡No!, pues el caballero no se contradice y hay contradicción en olvidar la substancia de toda su vida mientras se continúa siendo el mismo. No siente ningún deseo de convertirse en otro hombre y de ninguna manera ve en esta transformación la humana grandeza. Únicamente las naturalezas inferiores olvidan y llegan a ser algo nuevo. Es así como la mariposa ha olvidado completamente que fue oruga; quizá olvidará aun que ha sido mariposa y hasta tal punto que podría convertirse en pez. Las naturalezas profundas no pierden jamás el recuerdo de sí mismas y tampoco llegan a ser otra cosa que lo que han sido. Por lo tanto el caballero lo recordará todo, pero precisamente ese recuerdo es su dolor; sin embargo, en su resignación infinita se halla reconciliado con la vida. Su amor por la princesa ha pasado a ser para él la expresión de un amor eterno, el cual si bien se ha negado a favorecer al caballero, al menos lo ha tranquilizado otorgándole la conciencia
eterna de la legitimidad de su amor bajo la forma de una eternidad que realidad alguna podrá arrebatarle. Los jóvenes y los locos son los que se jactan de que para el hombre todo es posible. ¡Que error! Desde el punto de vista espiritual todo es posible; mas en el mundo finito hay muchas cosas que son imposibles. Pero el caballero hace posible lo imposible encarándolo desde el ángulo del espíritu, lo cual expresa diciendo que renuncia a ello. El deseo, ansioso de convertirse en realidad y que había tropezado con la imposibilidad, se ha debilitado en su fuero interno; pero no por eso está perdido u olvidado. A veces el caballero siente los obscuros impulsos del deseo que despierta el recuerdo; a veces él mismo los provoca; pues es demasiado orgulloso para admitir que aquello que fue la substancia de toda su vida haya sido cuestión de un momento efímero. Conserva joven ese amor y a medida que juntos envejecen, va haciéndose más bello. Por el contrario no desea de ningún modo la intervención de lo finito para favorecer el crecimiento de su amor. Desde le momento en que ha efectuado el movimiento, la princesa está perdida para él…Ha comprendido ese gran secreto: que, incluso amando, uno debe bastarse a sí mismo. Ya no se interesa de un modo finito en todo lo que la princesa hace, y esto prueba justamente que ha hecho el movimiento inferiores encuentran en otros la ley de sus actos y fuera de ellas las premisas de sus resoluciones. En cambio la princesa verá desplegarse la belleza del amor si se halla en la disposición de espíritu… Estos dos amantes se encontrarán unidos entonces para la eternidad…si alguna vez (cosa de la que no tienen la preocupación finita…), si alguna vez llegase el instante favorable a la expresión de ese amor en el tiempo, se verán en condiciones de comenzar en el punto mismo del cual, de haber contraído enlace hubieran partido.» (2)

Al caballero de la fe su propia naturaleza, que se manifiesta profunda porque según Kierkegaard no hay otro modo de ser caballero de la fe; lo llevará más allá de quien era pero sin desprenderse de su ser particular en el humano mundo. Esta profundidad, que no filtra, hace que deba en él conciliarse el dolor con ese nuevo estado en que la resignación absoluta lo
coloca. Porque su naturaleza, de carácter superior, aunque simplemente humana, lo deslinda de lo mundano como topos de su amor y lo traslada a una elevada experimentación del amor.Entrando el caballero en comunión con el ser absoluto. Dicha experiencia, a pesar de su inmensidad, no lo transforma en otro.

Pero, ¿cuál es ese dolor? Es el de un amor que lo imanta en su concreta existencia (su acotada vida humana), pero no puede concretarse en ella. El por qué de esa imposibilidad, no suma a la argumentación de la transformación espiritual de este caballero. Lo relevante es que se trata de un amor que no muere, y no de un deseo que se apague ante la adversidad.

Según Kierkegaard, éste caballero se halla inmerso en una paradoja. Dicha paradoja podemos narrarla como: ganar perdiendo, retener abandonando.

El amor que la princesa gestó en el caballero, enfrenta la tragedia de la imposibilidad, saliendo fortalecido del infortunio. Pero en ese juego dialéctico no crece en cantidad sino en cualidad. El caballero abandona, resigna la sensación del beso, la experiencia del abrazo, la penetración en y del «objeto» amado.

Para Umberto Galimberti el amor debe ser: «Una entrega incondicional de uno mismo a la otredad que compromete nuestra identidad, no para evadirse de nuestra soledad, ni para fundirse con la identidad del otro, sino para abrirla a aquello que somos, a nuestra nada».(3) De esta manera para Galimberti el individuo habilita un: «movimiento de trascendencia, de
excedencia, de posterioridad, capaz de poner en juego su autosuficiencia intransitiva y de abrir una brecha o incluso una herida en su identidad protegida» (4)

Pero el caballero de la fe, toma un transitar distinto, llegando en consecuencia a un desenlace que no es el aquí citado; o si se entiende que resulta el mismo, llega allí desde una transfiguración de sí distinta a la expresada por Galimberti. Porque no es a partir de ese intento de «violar sus seres», acción del cuerpo de los amantes, que retoma el camino el caballero de la fe. Porque la resignación es en primer instancia tocante a la concreción material. Es una etapa que no se
efectúa en su acceso a la trascendencia del amor. El caballero no se entrega, pero no por reivindicar la castidad, no lo hace porque su intento se ve frustrado, se ve impelido de concreción.

Es a partir de allí que la resignación lo acoge, y salva su amor porque le permite vivir bajo la «expresión de un amor eterno». Porque aquello que no deviene, que no cae, que no se agota, que no se coloca en el mundo; escapa a las coordenadas del espacio y el tiempo. Y paradójicamente aunque tuvo un inicio, como cambio de plano, le será posible no tener un fin.
Existe en el caballero la apertura que señala Galimberti, apertura a «aquello que somos, a nuestra nada». Porque el caballero de la fe se permite hundirse en el absurdo, cuando se dice a sí: «sin embargo, creo que obtendré lo que amo en virtud de lo absurdo, en virtud de mi fe de que todo le es posible a Dios». Porque solo en conciencia de su pequeñez, de su limitado poder, y las limitadas posibilidades de este mundo finito, toma espacio la fe, única mandante en el terreno que la razón olvida; en el de las ilimitadas posibilidades, allí donde los bordes del ser se diluyen en la nada. La fe solo halla lugar en el hombre que es conciente de la imposibilidad. Porque creer que sobreviva una posibilidad en un plano que esta cerrado para ella, no es tener fe, para Kierkegaard, sino pecar de ingenuidad.

«Desde el momento en que el caballero se resigna, se convence de la imposibilidad según el humano alcance; tal es el resultado del examen racional que tiene la energía de hacer. En cambio, desde el punto de vista de lo infinito la posibilidad subsiste en medio de la resignación; mas esta posesión es al mismo tiempo una renuncia, no siendo sin embargo por eso un absurdo para la razón; porque esta conserva su derecho a sostener que la cosa es y continúa siendo imposible en el mundo finito donde es soberana.» (5)

El punto dispar en el resultado que moviliza el amor, es que el caballero de la fe no se queda en esa nada. Entra en esa nada porque por su resignación aparece comulgando con ese amor eterno; transfiguración de su amor por la princesa, en amor por el ser eterno. Abraza al todo y se impregna en su totalidad desfragmentada. Con su movimiento logra el caballero «la conciencia eterna de la legitimidad de su amor bajo la forma de una eternidad que realidad alguna podrá arrebatarle».

El caballero no trasciende olvidando a la princesa ante la adquisición de un amor eterno. Un caballero no olvida, «hay contradicción en olvidar la sustancia de toda su vida mientras se continúa siendo el mismo». No se abren brechas en su identidad, esto para Kierkegaard solo acontece a las naturalezas inferiores. Además, nuestro caballero, es un caballero de la fe; y para Kierkegaard la fe, es para este mundo. En consecuencia, no debería la fe alejarnos del mundo, y sí debería, parafraseándolo: reconciliarnos con la vida.

El caballero de la fe retorna a su mundo, a su cotidianeidad luego de trascenderla; luego de legitimar su amor para la eternidad y de asumir su imposibilidad, en el transito de su encarnada vida. Pero no vuelve vacío, y no es la legitimación de su amor, el divino tesoro que lo sacia. El caballero parece aprender algo tras la dolencia de su impedido amor por la princesa:»Ha comprendido ese gran secreto: que, incluso amando, uno debe bastarse a sí mismo.»
Notas al Pie

1 Pág. 55. Kierkegaard. Temor y temblor.
2 Pág. 51. Idem.
3 Pág. 16. Galimberti. Las cosas del amor.
4 Pág. 15. Idem
5 Pág. 55. Kierkegaard. Temor y temblor.

La normatividad (1) no metafísica en el segundo Wittgenstein. ¿Respuesta al Escéptico? (Septiembre 2009)

Maite Rodríguez Apólito
Esta es una adaptación de un trabajo de pasaje de curso presentado para el Seminario de Filosofía Moderna y Contemporánea del año 2008: «Algunos argumentos anti – escépticos». Se omitió una sección y se agregaron algunas aclaraciones.

Introducción:

El escepticismo en general (pero más específicamente el escepticismo de las reglas) al poner sobre la mesa la posibilidad lógica de error -al demostrar que es una de las posibilidades la ausencia de algo que podamos llamar regla- nos deja en una posición sumamente desventajosa.

Por un lado, porque desde el punto de vista lógico sería pertinente refutar esta posibilidad con una necesidad. La búsqueda entonces de un fundamento último en el que descanse nuestro conocimiento de reglas (y por lo tanto de significados y del lenguaje en general) puede conducirnos a compromisos ontológicos fuertes, con los consiguientes problemas de acceso y participación a esas entidades, cualesquiera que ellas sean.

Para filósofos como David Lewis la exigencia escéptica nos dejaría desprovistos de todo lo
que tradicionalmente llamamos conocimiento, pues no existe tal cosa como el conocimiento
infalible. Una pretensión así implicaría limitar el conocimiento a algunas verdades matemáticas
o lógicas y a verdades psicológicas autoevidentes. Nuestro saber-cosas descansa no en la
eliminación de las posibilidades de error sino en un autorizado acto de ignorar las mismas en
determinados contextos.

En el contexto de la epistemología es justamente en donde el conocimiento se vuelve difícil de sostener, escurridizo, pues entran a jugar posibilidades de error muy rebuscadas, irrefutables y -teniendo a las mismas en mente- ya no podemos decir que conocemos, que sabemos, lo que en contextos cotidianos no vacilaríamos en afirmar. El reto escéptico tiene entonces éxito en demostrar que nuestro conocimiento no es tan bueno como pensábamos que era, o como nos gustaría que fuese. (Lewis)

Con este problema a la vista la propuesta de Wittgenstein sobre las reglas en sus «Investigaciones Filosóficas» resulta peculiar.

Su compromiso ontológico parece no jugar una carta relevante, y de hecho rechaza «superlativos filosóficos» como son el hablar de «captar de golpe una regla» o «captarla toda de una vez» (Wittgenstein, 1988: §192), que parecerían suponer por detrás un algo captado. Una fórmula matemática –por ejemplo- no sería la descripción de algún estado de cosas, como regla no es una proposición cualquiera sino una proposición gramatical

A pesar de esto, Wittgenstein no es un escéptico ni limita el conocimiento al conocimiento infalible (si tal cosa existe) pero parece denunciar justamente lo escurridizo: al analizar con lupa lo que cotidianamente damos por bueno parece que nos quedáramos sin justificación para actuar.

Este trabajo apunta a exponer la postura de Wittgenstein sobre la normatividad (de inspiración no metafísica) y a tratar de descifrar si su planteo responde o no al escéptico. La dificultad muchas veces de seguir un hilo conductor único y sin bifurcaciones se debe a la forma misma de la obra del autor, aunque se pretende aquí mostrarlo de la forma más articulada
posible.

Argumento de seguir una regla:
¿En qué consiste seguir una regla?

Una normatividad de corte metafísico o trascendente se inclinaría a contestar que quien capta una regla tiene contenidos en su intención todos los usos futuros de la regla y todos sus casos posibles de aplicación, pues estos de alguna forma ya están dados por la regla en cuestión.Lo que el sujeto que afirma conocerla o entenderla capta es algo, en donde «es algo» parecería significar: «es algo objetivamente».

Wittgenstein se vale de una metáfora para mostrar lo complejo de este planteo, o incluso lo absurdo. Quien sostiene que todos los usos de la regla están siempre contenidos en la intención de quien la aplica (quien la conoce) se iguala a quien afirma que de alguna forma la posibilidad de movimiento de una máquina está contenida en su mecanismo: al conocerlo sé de qué manera va a operar en el futuro. (Wittgenstein, 1988: §193)

En la metáfora de la máquina la predeterminación del movimiento no parecería ser algo que pueda corroborarse en la experiencia, no es algo que se pueda ir viendo y confirmando a medida que el movimiento ocurre. La posibilidad de movimiento se supone tan íntimamente ligada a la máquina (tan presente) que lo que se considera pasible de demostración empírica es si tal o cual pieza encaja y contribuye a la posibilidad de movimiento contenida en la máquina. Nótese que aquí «posibilidad de movimiento» resulta entonces algo muy extraño y casi profético. Se usa la máquina como «símbolo de una forma de movimiento» (Wittgenstein, 1988: §193), y las consideraciones del sujeto hacia la máquina como símbolo parecen no tener nada que ver con sus precauciones ante la máquina real (realizar mantenimientos de la misma, reponer piezas cuando estas se deforman, etc.-).

La puerta se le abre al escéptico justamente frente a este planteo extraño: por la exigencia desmedida de que en cada aplicación y captación de la regla deban estar de alguna manera contenidos y presentes todos mis usos futuros de la misma (y todos sus infinitos usos posibles) nos quedamos sin reglas.

¿Por qué es que no puede responderse a la pretensión de una regla que regule de una vez y para todos los casos? Porque no existe un hecho pasado que sea relevante a la hora de determinar si anteriormente estaba siguiendo una regla cualquiera, ni existe un hecho que haga necesaria mi respuesta presente si he de guiarme por una regla x: «Cualquier cosa que haga es, según alguna interpretación, compatible con la regla» (Wittgenstein, 1988: §198). El acuerdo se vuelve entonces superfluo, carente de sentido, la regla pierde su función propia y razón de ser (regular un curso de acción): se vacía de contenido.

Si bien mis usos pasados son finitos, se pretende regular para un número infinito de casos. Nada me asegura pues que en el pasado estuviera siguiendo la regla suma o la t – suma (2) , luego: nada vuelve necesaria mi respuesta presente en un caso concreto de aplicación de la regla. Si bien el escepticismo sobre el uso presente de los términos puede ser más difícil de sostener -por socavar la posibilidad misma de expresión de la duda- no puede dejarse de señalar el vínculo entre mi no tener conocimiento de la regla en el pasado y mi ausencia de justificación al decidir cómo usarla en el presente.

Como señala Kripke, si bien este planteo puede parecer rebuscado no es «lógicamente imposible» (Kripke, 1989: pg 19). El argumento escéptico tiene dos grandes fortalezas argumentales: no existe ningún hecho o uso pasado que nos sirva para refutarlo a priori y no tengo forma de justificar mi respuesta en un caso concreto de aplicación de la regla.

Se podría ensayar un intento de salida negando que se aprehendan estas reglas infinitas mediante usos finitos. Es decir, puede afirmarse que la manera en la que procedo es dándome a mi mismo una serie de indicaciones que me permiten seguir en la aplicación de la regla para casos futuros. Por ejemplo: no aprendí a usar el término «suma» a partir de la extrapolación de
casos particulares de sumas al infinito, sino que me ordené contar los sumandos como si fueran un sólo conjunto. Pues bien, el problema en este caso es el del regreso al infinito de las interpretaciones: este mecanismo con el que pretendo conformarme y justificar mi uso de «+» contiene un nuevo término necesitado de significado («contar») sobre el que puede repetirse el planteo esceptico.

Yendo aún más lejos la matemática es sólo un caso paradigmático en el cual el problema puede verse con mayor claridad, pero éste no es para nada un cuestionamiento de mis conocimientos matemáticos. Muy por el contrario, al estar siempre en juego el plano metalingüístico (mi uso del término «suma», «más» y no mi conocimiento de la función matemática) y cuestionarse los significados en general, el escepticismo puede extenderse a todo el lenguaje.

Sin embargo, Wittgenstein no sigue adelante con su escepticismo y enseguida vemos:

hay una captación de una regla que no es una interpretación, sino que
se manifiesta, de caso en caso de aplicación, en lo que llamamos «seguir
una regla» y en lo que llamamos «contravenirla».
(Wittgenstein, 1988: §201)

Es decir, no cualquier interpretación de la regla es su captación, pues es también necesario trazar una diferencia entre el creer seguir la regla y el seguirla efectivamente so pena de que la regla misma pierda razón de ser. (Wittgenstein, 1988: §202)

Esto trae un nuevo problema, pues el acto subjetivo de interpretar una regla o de creer seguirla nada aportan. Seguir la regla efectivamente no puede darse nunca en solitario, pues si no el creer y el hacerlo efectivamente no podrían diferenciarse. Al foro interno del individuo el creer es todo lo relevante.

Propuesta wittgensteniana:

No llamaré aún a la propuesta de Wittgenstein «respuesta» porque eso no es algo que pueda determinarse en este momento de la discusión.

En primer lugar, vemos un reconocimiento del problema escéptico pero no una aceptación de las condiciones en que se plantea: se reconoce que un hombre en solitario no podría decir justificadamente que siguió en el pasado la regla suma o la t-suma, se acepta que en este escenario nada volvería necesaria su aplicación presente de la regla, pero la clave aquí es «en
este escenario».

Seguir una regla no puede equipararse a seguir en cada caso una voz interior, una inspiración de algún tipo. La regla no nos pide algo diferente en cada caso, sino que ordena siempre lo mismo, y esto es lo que hacemos. El dejarse llevar por la inspiración sería incluso algo muy complicado de transmitir a un aprendiz de la regla, y en última instancia lo que su «voz interna» le dictara resultaría para él concluyente e irrefutable más allá de que el resultado concuerde o no con el resultado de inspiraciones ajenas. Quien estuviera dispuesto a ir un paso más lejos y postulara algo así como una «homogeneidad en las inspiraciones» probablemente no necesite de una respuesta filosófica a su acto de seguir una regla: corresponde sin más que siga su inspiración «Dando gracias tal vez a la deidad por esta concordancia» (de todos con todos). (Wittgenstein, 1988: §234)

Existe una manera de conectar mis usos pasados y presentes de una regla pero desvinculada a la pretensión de encontrar coherencia en las aventuras interpretativas que uno pueda hacer a su foro interno. Lo que hace que de usos particulares de una regla en tiempos diferentes pueda extraerse la conclusión de que se estaba siendo regulado por tal o cual norma es la práctica comunitaria: respondo de una determinada manera a un signo como «más» porque así se me entrenó, por costumbre:

No puede haber sólo una única vez en que se haga un informe, se dé
una orden, o se la entienda... Seguir una regla, hacer un informe, dar una
orden... son costumbres (usos, instituciones)-
(Wittgenstein, 1988: §199)

Ahora bien, Wittgenstein afirma que la captación de la regla se manifiesta «de caso en caso de aplicación» ¿dónde está mi fundamentación para actuar? En el adiestramiento incluso queda desechado cualquier superlativo filosófico antes denunciado, pues transmito al aprendiz lo mismo que yo sé. El procedimiento no debe equipararse a un dar ejemplos paradigmáticos de la regla para que el otro intuya el resto, para que logre captar toda su esencia, no: lo que yo sé sobre la regla es lo que muestro en la práctica y eso es lo que el otro va demostrando dominar de caso en caso, eso es de hecho la regla. Si se me pidieran razones debo contestar que no las tengo: hay un actuar que es sin fundamento, que se realiza a ciegas, pero en última instancia es un ´saltar-al-vacío´ comunitario. Es decir, confío en que los otros me corrijan si mi comportamiento se desvía de lo que la regla es y doy por buenas mis respuestas cuando engranan en la máquina comunitaria.

Aunque no pueda decirse que mi respuesta a cada caso de aplicación de la regla esté «fundada» sí puede decirse que está «justificada», justificada por el éxito en la comunicación con los otros, y por su aprobación. (Wittgenstein, 1988: §320)

De igual manera, se está justificado en atribuir a otro un concepto cualquiera sólo teniendo en vista su comportamiento (el criterio externo es el único válido más allá de una discusión o no sobre el mentalismo) y basándonos en un acuerdo que debe resultar «general y constante» (Kripke, 1989: pg 92).

La pregunta por la justificación debe entonces reformularse, ya no se trata del poseer algún fundamento último o hecho superlativo, sino de la utilidad que en nuestras vidas tengan prácticas como el permitir que alguien emita «quise siempre decir mediante «+» la adición» y que otro sienta al primer sujeto autorizado a decir algo semejante. (Kripke, 1989: pg 78) La asignificatividad se evita entonces mediante un pasaje de las condiciones de verdad (garantizadas por correspondencias o no con super hechos) a las condiciones de uso: cuándo es legítimo emitir una proposición, qué papel cumple la misma en nuestras vidas. (Kripke, 1989: pg 77)

El planteo escéptico parecería entonces en primera instancia disuelto más que resuelto: la duda escéptica no da en el clavo aunque bien formulada, pues seguir una regla no es algo que pueda hacer un hombre en solitario, por lo tanto responder a las dificultades que experimentaría un hombre siguiendo sólo una regla no es algo que valga la pena hacer.
Crítica al mentalismo como criterio a tener en cuenta:
Ayuda a una mejor comprensión de la postura de Wittgenstein en torno a las reglas su rechazo a la figura del proceso mental a la hora de buscar justificación de nuestras reglas, significados, etc.-

Para Wittgenstein nuestro acto de dar significado (a lo interno del individuo) no es lo que da sentido a una proposición. El dar sentido es un proceso que requiere manifestaciones externas y, sin embargo, yo no me fijo en mi comportamiento al momento de sentirme autorizado a significar, así como tampoco digo con sentido que un perro tenga monólogos internos teniendo a la vista sus comportamientos. (Wittgenstein, 1988: §357)

Su rechazo es en verdad a la figura del proceso interno como relevante, no tanto a la existencia o no de los mismos: aunque fueran algo no se puede decir nada sobre ellos.(Wittgenstein, 1988: §305)

Los procesos mentales no pueden arrojar luz sobre lo que Wittgenstein llama la «gramática de una proposición», entendiendo que ella es un aporte al «modo y posibilidad de verificación» de la misma (Wittgenstein, 1988: §353). Por ser los procesos internos gramaticalmente inútiles,no podemos servirnos de ellos a la hora de corregir o justificar nuestro uso de palabras, por ejemplo.

Volviendo a las reglas, tampoco tiene sentido hablar de qué contribuye a su gramática, puesto que ellas mismas son proposiciones gramaticales y como tales constituyen lo que no puede negarse con sentido.

La gramática describe nuestro uso de los signos del lenguaje (más allá de su explicación) (Wittgenstein, 1988: §496) y las reglas son esas mismas descripciones de uso, que si se quiere son arbitrarias como el mismo lenguaje lo es. Si bien la arbitrariedad de estas descripciones de uso puede incomodar, el quid está en no presentar las reglas como faltas de algo, como meras aproximaciones de algo que escapa a las posibilidades de nuestra gramática. Incluso esencias o necesidades naturales sólo encuentran legítima expresión en un lenguaje por medio de reglas arbitrarias. (Wittgenstein, 1988: §371)1

Consensualismo vs. Normativismo:

De acuerdo a la relación antes planteada entre la gramática, las reglas y el lenguaje puedeseñalarse un nuevo problema. Si las reglas forman parte del entramado que describe lo que de hecho ocurre en el lenguaje ¿dónde está el componente normativo?

Lo que aquí está en juego no es menor, una vez que reconocemos a la práctica como única fuente del discurso normativo ¿podemos afirmar que aún así las normas no son enteramente reductibles a prácticas? ¿Qué agrega el discurso normativo? ¿En qué se diferencia del descriptivo?

En su artículo El problema de las reglas y el discurso normativo, Eleonora Orlando trata de defender la postura de que la concepción de las reglas de Wittgenstein no debería rotularse de consensualista meramente, sino que propone la alternativa del «normativismo» como camino intermedio entre el atributivismo (forma de consuensualismo) y el prescriptivismo. Según la autora esta noción intermedia permite ser más fieles al programa Wittgensteniano, sobre todo respeta el carácter dinámico de las normas en tanto insertas en un modo de vida: toma más en cuenta la noción de Juego de Lenguaje.

Para el atributivista el sujeto hace explícito en su práctica un conjunto de normas acordadas por consenso de la comunidad a la que se pertenece. La corrección o incorrección del uso que un miembro de esa comunidad haga de una regla cualquiera dependerá de si dicho uso supone un seguimiento o una desviación de lo consensuado respectivamente. El sistema de normas que
se explicita en la práctica se supone fijo, por lo que toda necesidad de un discurso problematizador de las prácticas (no descriptivo) parecería vana. Incluso el contenido proposicional de lo enunciado por un miembro autorizado de la comunidad para enseñar a otro el uso de alguna de sus palabras no diferiría mucho de una descripción. Por ej: «Se usa «rojo» en estas condiciones», «Se responde 4 a la pregunta por el resultado de la suma de 2+2». En estos casos, lo que no vuelve exactamente descripciones a estas proposiciones es su intención (o fuerza ilocucionaria): fijar un significado, incluir a un nuevo miembro en nuestra comunidad de hablantes, sentar condiciones para que el sujeto pueda vivir como un miembro de dicha comunidad, etc.-

Para Eleonora Orlando el discurso normativo va un paso más allá: se propone la reflexión sobre las prácticas y las normas que regulan esas prácticas. Como punto intermedio entre el descriptivismo y el prescriptivismo comparte cosas con ambos. Por un lado, se caracteriza por poder ser evaluado en términos de corrección o incorrección de acuerdo a su adecuación o no a
criterios públicos (caracter que no posee el modo imperativo del lenguaje); por otro lado, comparte con el prescriptivismo el vínculo directo con la acción.

Como fuente de las normas la práctica no las agota nunca: práctica y meta-práctica (discurso normativo) se retroalimentan constantemente y el sistema de normas que la práctica refleja dista mucho de ser fijo. La comunidad debe estar atenta a los casos en donde la práctica implique una superación de las normas acordadas, reflexionar sobre esas nuevas prácticas y
evaluar si éstas son o no útiles (en caso afirmativo se establecerán nuevas normas); así también, la reflexión puede dispararse por motivos teóricos, por la necesidad de acomodar las prácticas a fines comunitarios. En el terreno de la normatividad semántica la tarea parece más sencilla: alcanza con reflexionar sobre la conveniencia o no de cambios hechos o por hacer a la gramática por prácticas emergentes, o por nuevas necesidades que se descubran reflexionando. En el caso de la ética y las normas de conducta la tarea puede ser más ardua pero se vuelve inevitable.

El componente reflexivo parecería marcar la diferencia mínima entre una comunidad de sujetos y una de «autómatas», que mantuvieran fijas sus prácticas por respeto a una normatividad establecida negándose a entrar en la discusión sobre ellas. Cabe preguntar que tan seriamente puede mantenerse esta distinción entre atributivismo y consensualismo: sujetos cuyos modos
de vida y comunicación simplemente se hayan dado y encastrado de una vez y para siempre es algo bastante artificial de suponer, bastante poco-social. Una comunidad de hablantes, más allá de lo que de hecho es el caso, es el consenso, debe reflexionar sobre la utilidad de tal consenso por sobre el otro, sobre lo apropiado o no del estado actual de cosas dados los fines comunitarios (también difíciles de suponer fijos).

Consensualismo y normativismo no se diferencian entonces sólo por tener intencionalidades diferentes, pues esto supondría tirar por la borda toda la crítica a la significación interna como relevante que se hizo más arriba. Incluso una proposición como «Se responde «4» a la pregunta por el resultado de la suma de «2+2»» puede tener la misma fuerza ilocucionaria tanto con inspiración consensualista como normativista: describir la forma correcta de usar un símbolo, fijar un uso en un sujeto que pretende convertirse en hablante de la comunidad... El punto es que, más allá de las intenciones con las que se emitan proposiciones como éstas, se les dan utilidades diferentes según juguemos al «juego» consensualista o al normativo. En el segundo caso, me parece se deja mucho más abierta la puerta a que el lenguaje no deje de reflejar y de entretejerse con las prácticas y con las formas de vida en un sentido amplio, humano, y por lo tanto dinámico; el discurso normativo tiene entonces su función propia y se distancia del descriptivo. Por lo tanto, comparto con Eleonora Orlando que el «juego» normativista captura mucho mejor si no a Wittgenstein por lo menos a su espíritu de buscar aportar a la gramática de
una proposición vía análisis de sus usos en un juego dinámico. (3)
Conclusiones:

Llegado el momento de responder nuestra pregunta inicial, podría reafirmarse que Wittgenstein no resuelve el problema sino que lo disuelve, no reconoce el cuestionamiento como necesitado de contestación.

Kripke analiza qué elementos constituyen lo que puede denominarse una «solución escéptica» (Kripke, 1989: pg 69) -rotulación que toma a su vez de Hume- y como éstos se adaptan a los pasos seguidos por Wittgenstein en su obra. Este tipo de solución, a diferencia de la «directa», no consiste en probar lo que el escéptico cuestionaba o en mostrar que se tiene la
justificación que el escéptico exigía.

Una solución escéptica se caracteriza, en primer lugar, por dar por incontestable el planteo del escéptico. En el caso del argumento de seguir una regla muchos son los puntos que se le reconocen: la inexistencia de un hecho pasado que justifique mi decir que seguía una regla del tipo suma o del tipo t-suma (aún para un ser como Dios que tuviera acceso a todos mis contenidos mentales en ese momento), la imposibilidad de la regla de determinar todos lo casos de aplicación futuros de una vez y para todos, la ausencia de una captación más allá de los casos de aplicación concretos, etc.-
La segunda característica de una solución escéptica es el negar, más allá de las concesiones hechas, que a pesar de todo no se esté justificado en creer lo que se creía o negar que de todas formas no se tenga conocimiento de lo que cotidianamente afirmamos conocer. Es decir, existe algún tipo de justificación que no tiene la forma de la exigida por el escéptico (que se prueba ser innecesaria). Analizando nuevamente este argumento en particular, se puede ver que Wittgenstein sí afirma que de todas formas estamos justificados en dar respuestas a fórmulas matemáticas, en usar palabras, etc.- Mi justificación la juzga y la confirma la práctica comunitaria - mi engranar en su funcionamiento- y es inseparable del éxito en la comunicación y de la utilidad de un juego como el de seguir reglas.

Finalmente, este tipo de solución puede incluir también el mostrar que mucho del planteo escéptico se origina en creencias ordinarias que dificultan ver el problema con claridad. Como ya vimos Wittgenstein rechaza expresiones cotidianas y malos usos del lenguaje que parecen dependientes de absurdos metafísicos. Muchos nudos se deshacen simplemente revisando nuestro uso del lenguaje, o dejando de «hacer fiesta» con él, siendo la filosofía un terreno muy propicio para que estas cosas desafortunadas ocurran.

El argumento escéptico termina siendo entonces un disparador para analizar las causas de esta apariencia de paradoja.

Vinculando estas consideraciones con el autor citado al comienzo del trabajo, David Lewis, este es uno de esos casos en donde las circunstancias más rebuscadas e insólitas (aunque no imposibles) se toman en cuenta y ya no podemos ignorarlas autorizadamente, el contexto en el que el escéptico se maneja hace que lo que creíamos saber se nos desvanezca en las manos.

En este caso este desvanecimiento implica una inutilidad del movimiento «objectivizante» (4) (Ebbs,1997 :pg 37), pues en nombre de un supuesto tratamiento más objetivo del problema se pierde el medio para expresar incluso el propio hallazgo escéptico, pues llega a negarse hasta el significado actual de las palabras. En el sentido Wittgensteniano del término, el movimiento está entonces injustificado: se desvincula totalmente al lenguaje de las prácticas lingüísticas y (retomando la metáfora de la máquina y la posibilidad del movimiento) es como si tratáramos de comprender y explicar un mecanismo complejísimo analizando sólo una tuerca, o peor aún, dando más valor a su forma ideal de girar que a la forma en que de hecho lo hace.
BIBLIOGRAFÍA

EBBS, GARY, Rule-following and realism. London: Harvard University Press, 1997.
KRIPKE, SAÚL, Wittgenstein: reglas y lenguaje privado. México: UNAM, 1989.
LEWIS, DAVID, Elusive Knowledge. Reimpresión del artículo aparecido en: Australasian Journal of Philosophy,
Núm 74, 1996.
ORLANDO, ELEONORA, El problema de las reglas y el discurso normativo. Buenos Aires. (Material del
curso)
WITTGENSTEIN, LUDWIG, Investigaciones Filosóficas. Barcelona: Editorial Crítica, 1988.

Notas al pie

1 Salvo indicación contraria al hablar de «normatividad», «norma» o «regla» se suponen normas y reglas semánticas.
2 Suponiéndose estas dos reglas como coincidentes en todos mis usos pasados pero discordantes en el presente caso de
aplicación, caso al que el sujeto no se había enfrentado antes. Imaginemos que debo sumar «68+57». Si bien puedo tener
confianza en que la respuesta correcta es «125» un escéptico rebuscado puede sugerir que – tal como apliqué la función en
el pasado – la respuesta debería ser «5», y no había estado yo sumando sino t-sumando. Yo sé que debo aplicar la regla tal
como lo hice en el pasado pero, ¿cómo determinar cuál es tal regla?
3 Se omite aquí una sección titulada «El problema de los otros». Conviene hacer alguna aclaración: Un escéptico
podría aún plantear un nuevo problema: la respuesta de Wittgenstein da por supuestos elementos que un escepticismo
extremo no estaría dispuesto a aceptar, da como hecho no necesario de justificación la existencia de otros, de un mundo
externo, de algo más que la conciencia que formula la duda. Se pueden esbozar algunas rutas por las que se podría llegar
a responder a esta objeción pero exceden los límites de este artículo. Recordemos simplemente que para Wittgenstein la
existencia de un lenguaje privado exclusivamente, es decir, de un lenguaje que uno usara únicamente para registrar
sensaciones, estados internos, no se sostiene.
4 «objectifying»

Paradoja (Setiembre 2009)

Luciano Silva Scavone

La paradoja se denomina «Tiempo y Valores veritativos».

Introducción

El objetivo de esta ponencia es presentar una paradoja o problema, de interés tanto para la Metafísica como para la Semántica, con la que he dado en el pasado reciente sin haberla leído en bibliografía alguna, y, también, y con toda humildad, estimular a la comunidad filosófica joven a intentar superar la paradoja.

Las premisas son:

1. Hay al menos un hecho cuyo acaecimiento en la línea temporal tiene la propiedad de durar menos que cualquier lapso lógicamente posible de ser dado.*

2. Hay al menos una oración declarativa (posible) que puede ser verdadera y ser falsa en el curso de cualquier lapso.

3. Toda unidad en la línea temporal, toda unidad temporal, es un lapso.

Las conclusiones son:

4. Hay al menos una oración declarativa de la forma lógica «p & no-p» (posible) que puede ser verdadera en el curso de cualquier unidad temporal.

5. Hay al menos una oración declarativa (posible) que puede, en cualquier unidad temporal, ni ser verdadera a secas ni ser falsa a secas.

* Lapso es toda unidad temporal extensa. Instante es toda unidad temporal inextensa.

El interés de esta paradoja radica en la conjunción de dos hechos, primero, las premisas pueden tener una interpretación no arbitraria y razonable según la cuál ellas son plausibles y aceptables, segundo, la conclusión es, hasta dónde alcanzo a ver, suficientemente aberrante para la tradición como para que aquí tengamos una paradoja.

Además, la paradoja y su análisis tiene interés porque obliga a pensar respecto a la dupla Valores veritativos / Tiempo, el cuál es, evidentemente, un campo a explorar.

La única novedad intelectual que tal vez introduzca en la paradoja es la idea de que la existencia temporal de un hecho no implique que el hecho tenga duración, extensión en el Tiempo, aún cuando toda unidad temporal tiene extensión.

martes, 13 de abril de 2010

La música ante el problema del lenguaje (Setiembre 2009)

Mateo Dieste


«¿No mienten, para quien es ligero, todas las palabras?
Canta, ¡no sigas hablando!»

Nietzsche(1)



I

Para pensar se necesitan palabras que articulen nuestras ideas; es más: sólo pensamos cuando nos expresamos, porque es ahí cuando se hacen efectivas las palabras. El desorden mental se convierte en un discurso lógico al hablar y las ideas superan su estado primitivo. Y cada palabra viene a corresponderse con tal o cual idea o emoción, dependiendo de la oportunidad
el grado en que aliviemos nuestra necesidad expresiva. Se advierte, pues, que no hay pensamiento sin palabras: «El postulado cartesiano fundamental cogito ergo sum podría reformularse del siguiente modo: hablo, luego pienso, luego soy» (2).

He aquí una característica del lenguaje: es inevitable. Ciertamente, aun sin que medie el lenguaje, sabemos que el pensamiento está ahí, lo presentimos, pero nadie puede saber de él si no se manifiesta lingüísticamente; e incluso no puedo terminar de aprehenderlo si no le doy forma y cohesión (organización en palabras). Hablar supone obedecer una serie de reglas determinadas en una comunidad lingüística (3). La desobediencia constituiría un soliloquio ininteligible, puesto que si no hallo en mi interlocutor este orden común (idioma) no me comunico (4).

Pero aclara Ferber: «Cierto que puedo llamar a una casa como me parezca, «saca» por ejemplo. Pero cuando quiero decir a otros que, aunque llamo «saca» a mi casa, yo no vivo en una «saca», tengo que ceder a las normas de la comunidad lingüística»5. El lenguaje es inevitable porque es una necesidad para comunicarse (6).

Otra característica, corolario de la anterior, es nuestra dependencia del lenguaje, es decir, de sus procedimientos y conceptos gramaticales, estructura fonética, relaciones sintácticas, y, por último, de la estructura idiomática que conlleva su particular evolución semántica(7).

Dependemos, para expresarnos, del cumplimiento de las normas lingüísticas. Primero: mi frase debe contener un sujeto gramatical («yo»), un verbo («leer») y un agente («libro») sobre el cual recaiga la acción. Segundo: la manipulación de tales componentes debe ser de cierta manera, por ejemplo: «yo leo un libro»; no debo conjugar el verbo de cualquier forma ni ubicar los elementos de la frase desordenadamente. Tercero: las palabras están ligadas a su contexto, establecen su sentido según su empleo y relación con el conjunto, y si no las empleamos adecuadamente no significan nada (8).

De esta forma arribamos al concepto de signo, que resulta imprescindible para comprender lo expuesto, pues es el ingrediente que, como veremos, engendra al significado. Según Read, el origen del signo se debe al surgimiento de una nueva función en el hombre primitivo: el deseo de intervenir de alguna manera en la causalidad de los hechos de la naturaleza: «El establecimiento de una conexión, por irracional e ilógica que pueda ser, para nuestro sentido de razón y lógica, fue el primer paso en la civilización, la base de la primera economía mágica. Pero sólo pudo establecerse una conexión —es decir, sólo pudo hacerse visible, captarse y representarse perceptivamente— por medio de un signo, esto es, por medio de una imagen que puede separarse de la percepción inmediata y conservarse en la memoria. El signo surgió para establecer la sincronicidad, con el oculto deseo de hacer que un hecho correspondiera a otro» (9). Retengamos por un momento este carácter asociativo («que un hecho correspondiera a otro»), para proceder a la noción de signo lingüístico.

Siguiendo a Guiraud, un signo lingüístico es una asociación psíquica de dos imágenes mentales, un nombre (significante) y un sentido (significado), que se remiten mutuamente: si pienso en una mesa tengo una imagen en mi mente que me evoca el nombre «mesa», y si alguien pronuncia esta palabra la asocio nuevamente con la misma imagen; por ello, se dice que este fenómeno es «bipolar y recíproco» (10). La asociación entre el nombre y el sentido tiene un origen convencional: si digo «bicicleta», estamos de acuerdo en que me refiero a ese medio de transporte que consta de dos ruedas, un cuadro, manillar y asiento (11). Pese a las discusiones que ha levantado, no puede negarse la existencia del principio establecido por Saussure: «El lazo que une el significante al significado es arbitrario» (12). Con acierto, Guiraud demuestra que todas las palabras son etimológicamente motivadas sin ser un rasgo determinado ni determinante, esto quiere decir que la asociación entre nombre y sentido tiene siempre una justificación etimológica; puede ser una convención actual, o que, en favor de un nuevo sentido, se oscurezca o elimine ésta y surja otra. Así, «lo arbitrario del signo [en el lenguaje] es una condición de su buen funcionamiento» (13), porque a pesar de las diversas vicisitudes de la evolución semántica logra formar tal convención. En otros términos: el lenguaje siempre se las arregla para significar.

Tomada la asociación entre nombre y sentido (proceso semántico) desde un punto de vista diacrónico, podemos observar las múltiples variaciones de los significados y cómo el lenguaje exhibe una gran aptitud regeneradora. No obstante, es ahora mismo cuando resulta posible aprehenderlo, o, mejor dicho, padecerlo como limitación pasiva y remanente. De modo que el problema deviene con la rigidez inmediata de la convención (14): es la única manera en que el lenguaje sea pathos humano. Tan solo entonces, con una suerte de «presentismo absoluto» o giro pragmático, admitimos que vivimos en «...un mundo cultural dominado por el dogma de la arbitrariedad del signo (¿qué otra ley está tan profundamente arraigada en nuestra psique? (...)» (15).

De allí que a partir del siglo XVII, con el eclipse del latín, se hayan intentado crear lenguas internacionales de símbolos matemáticos (Descartes, Leibniz), o bien «lenguas filosóficas» (Wilkins) (16). El siglo XVIII presentó varios tipos de «lenguas universales» (abate L’Épée, Sicard, Delormel), además de La Enciclopedia, que también ofrecía, «si no una lengua artificial universal, al menos una lengua normalizada o a modo de modelo» (17). Luego, en el siglo XIX, aunque sin aquel talante erudito, se pensaba en una «lengua hablada y escrita para todos»: «La primera tentativa seria la constituyó el volapük (de vol = world y pük = speech), que nació en 1880 y naufragó en 1889, en el Congreso de París (...). El ensayo más afortunado hasta ahora —entre un par de centenares— es el esperanto, nacido en 1887(...). Otras tentativas de éxito han sido la interlingua, o latín sin flexión, facilísimo para nuestro mundo neolatino, pero sólo para él. Y también el basic-English, del que se ha dicho que es una especie de pasaporte de entrada en el mundo de habla inglesa» (18). Por último, y con una profundidad mayor, también así procedió Wittgenstein, que en su extraordinario proyecto axiomático de la «sintaxis lógica» pretendía disolver todas las inconsistencias del lenguaje para llegar a la más perfecta significación (19).

Asimismo, no debemos olvidar algunos poetas alemanes (Hamann, Goethe, Hölderlin, Nietzsche, Rilke20), franceses (Mallarmé, Valéry, Apollinaire (21)), italianos (Metastasio, Leopardi, Manzoni (22)), ingleses (Wordsworth, Byron, Shelley (23)), españoles (Bécquer(24)), latinoamericanos (Vallejo, Huidobro, Paz (25)) y nacionales (Herrera y Reissig (26)), ya que son notables ejemplos —más que de ambiciones universalistas— de sublevación o incluso dolor ante los límites expresivos del lenguaje. Léanse, aunque traducidos, los siguientes versos de Goethe:

«¡Llénate el corazón con su grandeza
y si tu sentimiento es de ventura
llámalo como quieras,
amor, felicidad, corazón, Dios!
¡Yo no podría darle
un nombre; ya lo es todo el sentimiento!
El nombre es humo y ruido,
que envuelve en niebla el fuego celestial» (27).

Bécquer, poeta de nuestra lengua, nos transmite una similar impresión en forma acabada. Conoce el «himno gigante y extraño» (la poesía) pero se siente impotente para expresarlo:

«Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas» (28)

Se advertirá que la mayoría de los poetas citados pertenecen al Romanticismo o provienen de él, y esto tiene, naturalmente, un fundamento histórico. El Romanticismo nace luego de las victorias de Napoleón sobre Austria, Prusia y otros Estados alemanes más pequeños, « (...) y ello puso en evidencia el retraso económico, social y político del mundo de habla alemana. Este fracaso se tradujo en los territorios alemanes en un deseo de renovación y,respuesta a ello, muchos alemanes se volvieron hacia su interior y buscaron en las concepciones intelectuales y estéticas una forma de unir e inspirar a su pueblo» (29). Los alemanes contagiaron al resto de Europa una rebelión ante los valores de la Ilustración y el neoclasicismo: la razón, la medida, la exactitud, es decir, las reglas convencionales que impedían una expresión libre y espontánea. Desintegradas las convicciones religiosas del siglo XVIII, el misterio de la fe fue reemplazado por el misterio del arte, que, mientras los científicos intentaban explicarlo, los románticos se deleitaban en él a través de la poesía y, principalmente, la música (30).


II

La música se caracteriza por su poder indeterminadamente sugerente, por su actuación no protagónica en la vivencia estética: lo percibido no es asimilado bajo el signo de la razón. Esto no supone afirmar, empero, que la música sea «ajena» a la razón y por ello ininteligible (todo es pasible de un buche intelectualizante). De lo que se trata es de su carencia de imágenes
para su contemplación. Una imagen artística es, por lo demás, un modo finito de conducir la percepción estética, dado que su estructura simbólica nos remite a referencias consecuentes que se agotan en ella. La imagen le otorga al intérprete la posibilidad de explicar lo que tiene ante sus ojos, conforme a la tradición occidental: «El sueño, más o menos confesado, de la estética occidental, sería poder explicar el arte: quisiera juzgar un cuadro objetivamente, ya comparándolo literalmente con un modelo dado, ya comprobando en él la aplicación de una fórmula expresada por una doctrina o, mejor aún, por una proporción matemática» (31). ¿Acaso no está siempre, como si fuera su propio soporte, este tipo de «complemento» intelectual en las grandes escuelas o movimientos pictóricos? ¿Cómo puede un intelectual participar de las más grandes experiencias estéticas de cada época, sino a través de un objeto que sea compatible con su propio trabajo, comprender y explicar las cosas? Sin algo que pueda ser ordenado y convertido en materia didáctica, sin la plasticidad típica de un argumento, se dice que no podríamos comprender qué sentimientos están en juego con la imagen, pero en realidad, detrás del embozo hay como una razón «fisiológica»: si no puede hablar, el intelectual se muere. La relación aparentemente útil entre intérprete (crítico de arte) y espectador, sólo se justifica cuando el primero no puede sentir por sí mismo; cuando su sensibilidad aún no ha madurado según las reglas que prescribe tal o cual «profesional del sentimiento».

Todo esto ya lo sabía muy bien un joven filólogo alemán, que tuvo oportunidad de expresarlo en una conferencia de 1870 de este modo: «Para el desarrollo de las artes modernas la erudición, el saber y la sabihondez conscientes constituyen el auténtico estorbo: todo crecer y evolucionar en el reino del arte tienen que producirse dentro de una noche profunda. La historia de la música enseña que la sana evolución progresiva de la música griega quedó de súbito máximamente obstaculizada y perjudicada en la Alta Edad Media cuando, tanto en la teoría como en la práctica, se volvió de manera docta a lo antiguo. El resultado fue una atrofia increíble del gusto: en las continuas contradicciones entre la presunta tradición y el oído natural se llegó a no componer ya música para el oído, sino para el ojo. Los ojos debían admirar la habilidad contrapuntística del compositor: los ojos debían reconocer la capacidad expresiva de la música. ¿Cómo se podía lograr esto? Se dio a las notas el color de las cosas de que en el texto se hablaba, es decir, verde cuando lo que se mencionaba eran plantas, campos, viñedos, rojo púrpura cuando eran el sol y la luz. Esto era música-literatura, música para leer» (32).

La música danza con nuestros sentimientos potenciales, y la autoridad de la cognición no interrumpe nuestro diálogo con ella. Su contemplación estimula aquellos sentimientos que el oyente tiene o podría tener, y no los que podrían —en un sentido lato— derivarse del universo eidético de la imagen (33). Con la música, el único protagonista de la vivencia estética es quien se conmueve con los tonos, melodías y corcheas, sin la obligación de rendir cuentas a determinados esquemas de percepción.

La expresión directa de nuestros sentimientos a través de la música es posible gracias a que ésta prescinde de las imágenes (prevalece el componente patético sobre el eidético)(34). Hay una cierta omisión de la fase comprensiva del arte, ya que en la música no es indispensable la voluntad de conocer para correspondernos genuinamente con la obra. Un cuadro debe ser sometido a nuestro análisis para que podamos extraer su goce potencial; por el contrario, la música se conduce por la sensibilidad sin que medie, necesariamente, un proceso intelectual de asimilación(35). Desde luego que la vivencia estética de la música, al igual que las demás artes, se desarrolla en lo imaginario; sin embargo, no depende para ello del mundo exterior, es decir, no se exhibe ante nosotros para activarnos una actitud de desciframiento. En este sentido, dice Schopenhauer: «(...) Cuando la música trata de amoldarse a las palabras y de ceñirse a los hechos, se esfuerza por hablar un lenguaje que no es el suyo» (36).

Toda obra artística es contemplada según las propiedades que posea para evocarnos imágenes y sensaciones, pero cualquiera sabe, desde el inicio de la filosofía moderna, que éstas no vienen a nuestra percepción como cosas independientes de nuestra conciencia; no son puestas allí por alguna fuerza ajena a mi voluntad. Así, explica Sartre que: «Lo real (...) es el resultado de las pinceladas, el empastado de la tela, su grano, el barniz que se ha pasado sobre el color.

Pero precisamente nada de eso es el objeto de las apreciaciones estéticas. Por el contrario, lo que es «bello» es un ser que no podría darse a la percepción y que, por su misma naturaleza, está aislado del universo»37. El filósofo francés utiliza el ejemplo de un espectador que ve una orquesta sinfónica interpretando la VII Sinfonía de Beethoven, y desde allí afirma: «No la oigo realmente, la escucho en lo imaginario»38. Pero tal hipótesis es el único modo de equiparar la música a las otras artes, justamente porque se le agrega algo que por naturaleza no tiene: imágenes (39) . En la música no existen estos objetos tangibles de percepción. En efecto, todo ese ambiente que abarca al espectador en un concierto (escenario, músicos, público, etc.), viene a sustituir análogamente la función estética de la imagen. Muy distinta es la situación que concentra al oyente y la música, pues ambos están librados a sí mismos sin más razón de prolongarse que su profunda y dispersa comunicación. Escribe Hegel: «Estas imágenes son objetos reales que existen por sí mismos, y a la vista de los cuales no salimos de la relación contemplativa. Por el contrario, en la música desaparece esta distinción. Expresa el alma en sí misma» (40).

La música brinda otra manera de ser contemplada, el diálogo con ella misma, y es aquí donde nos hacemos libres del lenguaje, porque nos afirmamos en lo imaginario (41). La insuficiencia del lenguaje —con todos los reparos que supone tal perspectiva— no es una sentencia inapelable; es un momento de angustia en el ser humano, generado por la impotencia que presentan los límites de su existencia. Esta impotencia —que no existiría sin un previo intento de emancipación— no es subsanable, pero sí atenuable. Schubert, en Der Leiermann, puede tentar la desesperanza de una conciencia agonizante que se prolonga por debilidad sin afirmarse siquiera en un pesimismo, y sin más que un lúgubre suspiro antes de desvanecerse. Wagner, en el Preludio al Acto I del Parsival, puede despertar en el oyente la imaginación de su futuro, luego hacerle sentir que todo lo que puede ver está bajo su dominio: es magnánimo; pero al final se compadece con todo lo que está subordinado a él, y revela así su inmenso corazón. O Carlevaro, en la pequeña pieza Canción, es capaz de trasladarnos, al compás de la melodía, a la despedida de un auténtico amigo junto a la implosión de mil recuerdos; con los dientes apretados, una furtiva lágrima recorre el rostro agrietado de quien alguna vez pudo amar. Sin embargo, tales impresiones ni pueden establecerse como «pautas de sensibilidad a seguir», ni tampoco configuran un tipo ideal de oyente (el «desesperanzado», «emperador» o «nostálgico»), puesto que los sentimientos brotan dentro de él mismo —aunque se hallen en potencia y no surjan por un mecanismo de identificación. En otras palabras: para sentir la música no es necesario identificarnos en ella; provisoriamente, nos transformamos de algún modo en aquello que escuchamos: afirmándonos en lo imaginario, vencemos, por un brevísimo —pero indeleble— lapso, nuestro ego.

En el presente opúsculo hemos pretendido insinuar que la música puede ayudarnos a superar los límites expresivos que impone el lenguaje, una vez embriagados en su fruición, porque establece una comunicación que disuade los signos culturales que azotan insoslayablemente nuestro pensamiento. «Por esta indiferencia de los signos del lenguaje respecto a las ideas que transmiten y expresan, el sonido adquiere nueva independencia» (42):

Y el hombre también.
Notas:

1- Nietzsche, Friedrich: Así habló Zaratustra, trad. esp., Madrid, Alianza, 1981, p. 318.
2- Albano, Sergio: Wittgenstein y el lenguaje, Bs. As., Quadrata, 2006, p. 9.
3- A esto Searle lo denomina «acto de habla»: «Un acto de habla es la producción de una expresión lingüística según ciertas reglas» (Searle, John R.: Actos de habla, cit. en Ferber,Rafael: Conceptos fundamentales de la filosofía, trad. esp., Barcelona, Herder, 1995, p. 33).
4- Distíngase entre lengua hablada y lengua escrita. Ésta, si bien alcanza el mayor grado de significación (literatura), prescinde de múltiples recursos significantes de aquélla. Escribía Borges: «Nosotros [los escritores], los renunciadores a ese gran diálogo auxiliar de miradas, de ademanes y de sonrisas, que es la mitad de una conversación y más de la mitad de su encanto, hemos padecido en pobreza propia lo balbuciente que es [nuestro idioma]» (Borges, Jorge L.: El lenguaje de Buenos Aires, Bs. As., Emecé, 1963 p. 34). V. asimismo: Unamuno, Miguel de: De esto y de aquello, Bs. As., Sudamericana, 1954, t. IV, p. 462, donde el autor relata una interesante anécdota para esta distinción.
5- Ferber: op. cit., p. 45.
6- En 2002, el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, descubrió un gen mutante, llamado FOXP2, que habría tenido una incidencia fundamental, hace aproximadamente 200.000 años, en el lenguaje. Actualmente, esta es una de las pruebas más recibidas sobre los orígenes del lenguaje; sin embargo, los investigadores no saben qué hace exactamente el gen, y, en efecto, aún no podemos comprender el fenómeno del lenguaje (Cfr. Watson, Peter: Ideas. Historia intelectual de la humanidad, trad. esp., Barcelona, Crítica, 2006, p. 75).
7- Cfr. Sapir, Edward: El lenguaje, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1954, pp. 69-71, 103-4 y 110; Guiraud, Pierre:La semántica, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1976, pp. 49 y ss. Por razones de espacio, no podemos desarrollar estos conceptos.
8- Nos remitimos, pues, a las fuentes indicadas.
9- Cfr. el concepto de «juegos de lenguaje» en Wittgenstein (Ferrater Mora, José: Diccionario de filosofía, Madrid, Alianza, 1980, t. III., pp. 1944-5).
10- Read, Herbert: Imagen e idea. La función del arte en el desarrollo de la conciencia humana, trad. esp., Bs. As.,
Cfr. Guiraud: op. cit., p. 34.
11- ¿Por qué no estarlo si hay una autoridad (Real Academia Española) que nos habilita a ello? La semántica nos proporciona suficientes pruebas para deducir que los diccionarios son meros testimonios de una circunstancia lingüística determinada.
12- Saussure, Ferdinand de: Curso de lingüística general, trad. esp., Bs. As., Losada, 1980, p. 130.
13- Guiraud: op. cit., pp. 32-3.
14- Foucault ha ubicado en el siglo XVII el origen de este fenómeno, donde se pasa de un lenguaje de signos que adivinaba lo divino, a un conocimiento de «lo probable» (Cfr. Foucault, Michel: Las palabras y las cosas, trad. esp., Barcelona, Planeta-Agostini, 1984, pp. 65-6). Este autor, bajo un método propio (primero «arqueológico» y luego «genealógico»), ha
trabajado sobre el análisis del «discurso» en relación a lo que él llama epistemes (condiciones de posibilidad del conocimiento científico) de los siglos XVI a XIX, otorgando al lenguaje un radio de acción sumamente importante y quizás nunca antes visto. Dice Foucault: «El discurso verdadero, al que la necesidad de su forma exime del deseo y libera del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que lo atraviesa; y la voluntad de verdad que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo es tal que no puede dejar de enmascarar la verdad que quiere» (Foucault, Michel: El orden del discurso, trad. esp., Bs. As., La Piqueta, 1996, p, 24)
15- Almansi, Guido en el prólogo a Foucault, Michel: Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte, trad. esp., Barcelona, Anagrama, 1981, p. 12.
16- Cfr. Rosenblat, Ángel: Nuestra lengua en ambos mundos, Navarra, Salvat-Alianza,1971, p. 196.
17- Mounin, Georges: Historia de la lingüística, trad. esp., Madrid, Gredos,1968,p. 156.
18- Rosenblat: op. cit., p. 197.
19- Cfr. Albano: op. cit., pp. 6-11.
20- Cfr. Modern, Rodolfo E.: Historia de la literatura alemana, México D.F., F.C.E.,1961, pp. 132; 142 y ss.; 171-2;
21- Cfr. Escarpit, Robert G.: Historia de la literatura francesa, trad. esp., México D.F., .C.E., 1948, pp. 108; 126 y 128.
22- Cfr. De Sanctis, Francesco y Flora, Francesco: Historia de la literatura italiana, trad. esp., Bs. As., Losada, 1952, t.
23- Cfr. Saintsbury, George: Historia de la literatura inglesa, trad. esp., Bs. As., Losada, 1957, t. II, pp. 111; 122 y 125.
24- Cfr. Alborg, Juan Luis: Historia de la literatura española, Madrid, Gredos, 1980, t. IV, pp. 839-40, 842 y 846.
25- Cfr. Yurkievich, Saúl: Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, Barcelona, Barral, 1978, pp. 11-4; 33-7;
26- Cfr. Rodríguez Monegal, Emir: Obra selecta, edic. a cargo de Lisa Block de Behar, Caracas, Biblioteca Ayacucho,
27- Goethe, Johan W.: Fausto, trad. esp., Bs. As., Booket, 2007, p. 136.
28- Bécquer, Gustavo Adolfo: Rimas, Bs. As., Kapelusz, 1960, p. 1.
29- Watson, Peter: op. cit., p. 969.
30- Cfr. Íd. p. 989.
31- Huyghe, René: Diálogo con el arte, trad. esp., Barcelona, Labor, 1965, p. 241.
32- El drama musical griego, conferencia pronunciada por Friedrich Nietzsche en Basilea, el día 18 de enero de 1870, recogida por Andrés Sánchez Pascual en Nietzsche, Friedrich: El nacimiento de la tragedia, trad. esp., Madrid, Alianza, Cfr. Langer, Sussane cit. en Dorfles, Gillo: El devenir de las artes, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1963, p. 35.
33- Cfr. Langer, Sussane cit. en Dorfles, Gillo: El devenir de las artes, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1963, p. 35.
34- La música programática, pese a su finalidad, aún conserva las propiedades esenciales de la música, y quien las ignora
también puede conmoverse a su modo.
35- Cfr. Schopenhauer, Artur: El mundo como voluntad y representación, trad. esp., Bs. As., Biblioteca Nueva, 1942, pp. 247-8; Delacroix, Henri: Psicología del arte, trad. esp., Bs. As., El Ateneo, 1951, pp. 257 y ss.; Alain, Émile Chartier: Veinte lecciones sobre las bellas artes, trad. esp., Bs. As., Emecé, 1952, p. 57; Dorfles, Gillo: op. cit., p. 150.
36- Schopenhauer: op. cit. p. 246.
37- Sartre, Jean-Paul: Lo imaginario, trad. esp., Bs. As., Losada, 1968, p. 242.
38- Íd. p. 247.
39- Sin embargo Dorfles ha sostenido que es posible hablar, aun sin ser eidética, de una «imagen musical»... (v. op. cit., p. 318).
40- Hegel, G.F.W.: Sistema de las artes (arquitectura, escultura, pintura y música), trad. esp., Bs. As., Espasa-Calpe,
1947,pp. 146-7 (énfasis agregado).41 Cfr. Romero Brest, Jorge: Ensayo sobre la contemplación artística, Bs. As.,
EUDEBA, 1966, p. 20.42 Hegel: op. cit., p. 154.

Alguna vez en Setiembre, tus palabras volverán

Maite Rodríguez Apólito

MARTIN HEIDEGGER



Corría setiembre en 1889 cuando nace Martin Heidegger, un día 26, en Messkirch (Bade). En 1909 ingresa en la universidad de Friburgo convirtiéndose en alumno de Heinrich Rickert - jefe de la escuela neokantiana de Friburgo- y de Husserl. Al jubilarse este último toma su puesto de profesor titular. Cuando asume el rectorado de esta universidad en 1933 comienza un período muy discutido de su vida pues, a juzgar por sus dichos en esta ocasión, adhiere al nacionalsocialismo; luego de su renuncia al año siguiente sigue un lapso de intermitencia filosófica y distanciamiento de la actividad política. Mantuvo contacto fluido con Karl Jaspers, filosofo que junto con él se enmarca en lo que se ha llamado «filosofía de la existencia». La cuestión de ubicar a Heidegger en una corriente fílosófica es harto compleja: si bien suele identificárselo con una forma del existencialismo contemporáneo es discutido si él mismo no rechazó tal identificación, puesto que su objetivo no fue la analítica del Dasein (el ser-ahí, con carácter de apertura y disposición) sino la pregunta acerca del ser; sin embargo, parece haber acuerdo en la calificación de «fenomenología hermenéutica». Al hablar de su obra muchas veces se distingue entre «el primer Heidegger» (principalmente representado por El ser y el Tiempo) y el «último Heidegger», menos sistemático, preocupado por sobre lo que ordena el pensar y sobre el lenguaje. Muere en la misma ciudad que lo vio nacer el 26 de mayo de 1976.

• El ser y el Tiempo (1927). México: Fondo de Cultura Económica, 1951.

«El «ser-ahí» tiene más bien, con arreglo a una forma de ser que le es inherente, la tendencia a comprender su ser peculiar partiendo de aquel ente relativamente al cual se conduce, por esencia, inmediata y constantemente, el «mundo.» Pg.19

«… aquello desde lo cual el «ser ahí» en general comprende e interpreta, aunque no expresamente, lo que se dice «ser», es el tiempo.» Pg.21

«La filosofía es la ontología universal y fenomenológica que parte de la hermenéutica del «ser ahí», la que a su vez, como analítica de la existencia, ata el cabo del hilo conductor de toda cuestión filosófica allí donde toda cuestión filosófica surge y retorna.» Pg. 44


• ¿Qué es metafísica? (1929). México: Séneca, 1941.

«…toda pregunta metafísica abarca íntegro el problematismo de la metafísica. Es siempre el todo de la metafísica. …, ninguna pregunta metafísica puede ser preguntada sin que el interrogador, en cuanto tal, se encuentre dentro de ella, es decir, sin que vaya él mismo envuelto en ella.» Pg.16

«La nada no es objeto ni ente alguno. La nada no se presenta por sí sola, ni junta con el ente, al cual, por así decirlo, adheriría. La nada es la posibilitación de la patencia del ente, como tal ente, para la existencia humana. La nada no nos proporciona el contraconcepto del ente, sino que pertenece originariamente a la esencia del ser mismo. En el ser del ente acontece el anonadar de la nada.» Pg.41 42

«Este estar sosteniéndose la existencia en la nada, apoyada en la recóndita angustia, es un sobrepasar el ente en total: es la transcendencia.» Pg.49

• Carta sobre el Humanismo (1947). Madrid: Taurus, 1966.

«El pensar es, dicho llanamente, el pensar del ser. El genitivo expresa una duplicidad. El pensar es pensar del ser por cuanto que apropiado y acontecido por el ser pertenece al ser. El pensar es a la vez pensar del ser por cuanto que el pensar perteneciente al ser, oye al ser…El pensar es – esto quiere decir: el ser se ha ocupado y hecho cargo de su esencia.» Pg. 11-12

«…esto es humanismo: pensar y cuidar de que el hombre sea humano y no «in-humano», esto es, fuera de su esencia.» Pg.14

«Yo llamo ec-sistencia del hombre al estar en la iluminación del ser. Sólo al hombre le es propio este modo de ser.» Pg. 20

«Pero el hombre no es un ser viviente que junto con otras facultades posee también el lenguaje. Más bien es el lenguaje la casa del ser en la que el hombre, morando, ec-siste, en cuanto guardando esta verdad, pertenece a la verdad del ser.» Pg. 31