lunes, 28 de septiembre de 2009

Una invitación al vacío, útero de la filosofía (Serás quien te dejes ser)(1) (Julio 2009)

Christian Burgues“Interrogar e interrogarse filosóficamente supone hacer propia aquella molestia o insatisfacción…, frente a posibles respuestas, y esto es ya iniciarse en el filosofar.”(2)

Para la filosofía (en tanto disciplina a experimentar y no conservatorio de pensamiento), las preguntas hallan más valor que sus respuestas. Porque son estas las que logran movernos, las que movilizan. Porque el confort de una aparente solución nos acolchona en la pasividad de no estar angustiados; de no poseer carencias. Por ello cuando se nos pregunta: ¿qué se le puede regalar a alguien que lo tiene todo? , podríamos sugerir: una pregunta filosófica. Estas preguntas no abandonan tan fácilmente la sorpresa, siempre se puede desenvolver un poco más, siempre habilitan el repreguntar; siempre guardan lugar para otro, ¿por qué? Es un regalo que permanece, y que contrariamente a gastarse se renueva con su uso.

“Considero que lo que mueve a filosofar es el desafío de tener que dar cuenta, permanentemente, de una distancia o un vacío que no se termina de colmar…Y enseñar, o intentar transmitir la filosofía, es también -y antes que nada- un desafío filosófico, porque en la tarea de enseñar nos vemos obligados a vérnosla con ese vacío e intentar reducir, cada uno a su manera, aquella distancia que busca un sentido.”

Comprender la clase de filosofía desde estos parámetros, vuelve imposible el acto de poder predecirla, porque habilitar el pensamiento del otro es abrir una herida en la omnipotencia docente. Es en cierto punto perder el control, desligarnos de lo obvio y repetido; y en consecuencia esperable. Cerletti, lejos de etiquetar esto como una “debilidad pedagógica”, contrariamente a ello, lo vive como “una fortaleza pedagógica, ya que constituye el momento en que a partir de la emergencia de lo nuevo se puede quebrar la repetición de lo mismo.”(3)

“La apuesta consiste en que puede enseñarse algo propio de la actividad filosófica en sí. Ese espacio en común tiene un punto de partida que no es necesariamente un conocimiento o una habilidad específicos sino más bien una actitud: la actitud cuestionadora, crítica y desconfiada, del filosofar. Lo que se podría comenzar por enseñar es, entonces, esa mirada aguda que no quiere dejar nada sin revisar, esa actitud radical que permite problematizar los eventuales fundamentos o poner en duda aquello que se presenta como obvio o naturalizado… La actitud cuestionadora hace propia la interrogación ¿por qué?”.(4)

Esto supone un nuevo modo de ver al alumno, que reestructura, necesariamente, también el modo de verse a sí mismos por parte de los propios docentes. Quién se puede atrever a ver en su aprendiz a un filósofo, sino es capaz de verse a sí mismo en ese rol. Los profesores e incluso los licenciados en filosofía, se postulan mediadores de o estudiosos de la filosofía, pero difícilmente vislumbren su accionar como el de un filósofo contemporáneo. Porque la tradición ha olvidado a la filosofía como una actitud que pueda ser practicada; limitándola y congelándola en un cúmulo de conceptualizaciones y un conjunto de procedimientos. La filosofía es eso, pero solo en tanto disciplina estática (contenidos y procesos). En cambio, lo desborda si se la piensa como actitud; como disciplina viva.
En una clase de filosofía hay una historia, una tradición; o más bien unas historias y unas tradiciones, que no pueden dejarse de lado. Pero tampoco pueden, únicamente ellas, colmar el cometido de dicha clase.

En este redescubrirse del docente en su rol, la filosofía sobrevive. Renace en otras geografías: las aulas. Y en relación dialéctica el aula se transmuta, porque, una práctica honesta de la filosofía se lo exige. El alumno es otro alumno distinto, el docente otro docente diferente.

Afirma Alejandro Cerletti, que: “enseñar filosofía es, por sobre todas las cosas, darle una oportunidad al pensamiento”. En consecuencia, una clase filosófica “deberá ser un espacio donde pueda irrumpir el pensar del otro”. Porque el fin de todo docente de filosofía ha de ser. “hacer de sus alumnos filósofos”. Bajo este telos educativo, los textos fuente se vuelven “herramienta central” de un proceso; “pero no un fin en sí mismos”. Comprenderlos resulta oportuno, pero no una condición necesaria para hacer del estudiante un filósofo. Porque para el autor “el aprendiz de filósofo filosofa cuando crea, cuando los conocimientos con que cuenta son reordenados a partir de una nueva manera de interpretarlos”.

El alumno, en el mejor de los casos, podrá pasar de ser, aquel que todo lo tenía (satisfacción de sus dudas, aburrimiento, entretenimiento, rutina, desinterés, conocimiento, desconocimiento) a un ser que no puede poseer más que su propia duda y un vacío donde desenvolverla.

“Creemos ayudar a los demás privándolos de ese tiempo de búsqueda, dándoles aquello que deberían encontrar por sí mismos. Practicamos entonces una pedagogía charlatana que, en lugar de suspender la explicación y hacer surgir el deseo, anticipa la demanda y mata el deseo antes de nacer.”(5)

El desafío está en poder materializar aquello que Gadamer, en “Verdad y método”, rescata como parte del espíritu hegeliano: “reconocer en lo extraño lo propio, y hacerlo familiar, es el movimiento fundamental del espíritu, cuyo ser no es sino retorno a sí mismo desde el ser otro”. Es un abrazar el mundo que se posiciona delante de mí, porque lo comprendo, lo abarco; y a través de él me redescubro, me reintegro; en superación o convivencia con la angustia de ser un ser inacabado

“El filósofo busca algo que no tiene…Desde Sócrates, enseñar filosofía es enseñar una ausencia(o, tal vez, una imposibilidad). Se puede “mostrar” como otros han deseado o “amado” la sabiduría o qué es lo que han hecho de ese deseo o ese amor. Pero, evidentemente no es posible enseñar a “amar” la sabiduría, como, por cierto, no es posible enseñar a enamorarse. Eso nos vuelca a una situación paradójica: lo esencial de la filosofía es, constitutivamente, inenseñable, porque hay algo del otro que es personal e irreductible: su mirada personal sobre el mundo, su deseo, en fin, su subjetividad.”(6)

Hay una parte, la esencial, que tiene un carácter mágico, escapa de nuestro dominio el que el otro se interese. Pero esta situación no habilita al docente al desgano, ni al olvido filosófico. Porque de producirse ese encantamiento, ese “deseo del deseo de saber”; tendrá como antesala y condición de ser, la motivación de la incógnita. Y no gestarla, no hacer de ella la invitada de lujo de la clase de filosofía, es enseñar otra cosa, pero no filosofía; si la comprendemos como praxis. Motivo por el cual el proceso es fundamento y reflejo del buen actuar. El resultado escapa del campo de dominio del docente, pero posibilitar ese hecho mágico entra dentro de su práctica. El docente conoce la llave (la duda), que abre la puerta hacia el jardín (la filosofía). Su deber es dar la llave a su aprendiz (atar a este la duda), y allí culmina. Porque solo está en manos del aprendiz lo que elija hacer con ella. Dependerá de este dejar abierta la puerta a la filosofía o cerrarla y conformarse con lo que ya poseía; quizá lo único que pueda poseerse verdaderamente.

“El amor del docente por una materia, su entusiasmo y la idea que tiene de su importancia, reclaman el mismo amor posible del discente a la materia. A través de las oportunidades y del modo como los discentes las aprovechan, éstos se forman a sí mismos como conocedores, y, a su vez, mediante su reacción y resistencia, forman a los docentes como docentes y, por consiguiente, también como conocedores.”(7)

Reaparece en esta concepción la dualidad fuerza- amor, que desde Platón en su “Alegoría de la caverna” (e incluso quizá desde siempre) atraviesa al acto educativo. La fuerza aparece en el acto desnaturalizado de llevar al prisionero (el aprehendiente) a un mundo que no conoce, que desde su acostumbramiento no desea experimentar; porque en tanto nuevo lo deja sin refugio. Un mundo que sufre, porque no se halla amoldado a él. El amor ya estuvo en esta instancia, pero de algún modo fue un amor egoísta, que se guío por lo que el maestro consideró era lo mejor para su alumno. Pero le toca luego al amor atravesar su estado más puro, más desgarrado. Allí donde el maestro vuelve a pensar a su alumno desde la libertad, pero no ya como obsequio que otorga a su discípulo sino, como elección personal del mismo. Este amor desinteresado hacia su alumno, que le permite ser: como ser libre ya de su guía. Es el momento personal del deseo, que no puede ser transferido. El docente deja de ser allí cuando su deber se ha cumplido; en ese mismo punto donde se halla el otro, que tomándolo o dejándolo, se realiza a sí mismo.

“Enseñar es poner en la antesala de desafíos que, en última instancia, son personales. Lo que corresponde al profesor de filosofía es estimular en llevar adelante ese desafío. Filosofar, entonces, es atreverse a pensar por uno mismo y hacerlo requiere de una decisión. Hay que atreverse a pensar, porque supone una manera nueva de relacionarse con el mundo y con los conocimientos y no meramente reproducirlos. Y esto implica incertidumbre. Pensar supone que hay algo novedoso que uno pone en juego. Es una actitud productora y creadora, no es meramente una reproducción o repetición de lo que hay… la filosofía, por cierto, requiere algo más.”(8)

El rol docente reclama de quien lo ejerce, mucho más que instruir al otro; porque acompañar y conquistar a quien en parte depende de nosotros para educarse es también factor necesario.

El profesor aparte del manejo de los conocimientos de su disciplina, debe junto a sus estudiantes, en la medida de lo posible surcar los caminos que acercaron a cada autor a sus respuestas o a sus interrogantes. Eso solo es posible a través de un noble compromiso con la profesión elegida, que demanda de él la inversión de tiempo y espacio para su función.

También resulta relevante que éste (el docente) se reconozca en su rol, como un ser en el mundo y que vea bajo la misma situación a sus alumnos. En tanto que resulta imposible, al menos en su totalidad, despojarnos de la realidad que nos atraviesa; hay que aprovechar al conocimiento para dialogar con ella. De este modo el alumno podrá hallar relevancia en la doctrina dada; logrando un aprendizaje significativo. Porque educar también debe ser educar para el mundo, y abrigar en la transmisión herramientas de comprensión y transformación.

Se debe además tener siempre presente que se aprende a través de otros y con otros, por tanto hay que habilitar la posibilidad de que los estudiantes nos invadan en nuestra incompletud e incertidumbre. Cuidando que esto no nos aleje de nuestro rol, exonerándonos de tener pautas claras y de principio.
Quiero decir que respetar el lugar de relevancia que cada temática tiene, y la honestidad en los límites de lo aprendido son demandas para un buen docente. Vivir el no saber lejano a una frustración, y poder vestirlo de activa instancia de reconstruirnos e insertarnos nuevamente en la curiosidad, y por qué no, junto con los alumnos.
Por eso la visión del profesor como uno más en la clase, no es del todo justa con nuestra responsabilidad. Si lo que se quiere implicar es: no despreciar al otro y apostar a un trato desde la conciliación, considero que dichos principios trascienden el rol e incluso, vienen a nosotros antes y primordialmente. Y significan cómo una persona debe de actuar, si tiene al respeto por los otros como un valor a ser ejercido.


El diálogo puede y debe ser una instancia real, en tanto dar clase no es hacer oda de los conocimientos que hemos adquirido, sino buscar que el otro también los adquiera; a través de nosotros y por ellos mismos, y en la conjunción que nos enriquece. El docente debe ser parte activa en el mismo, no se debe ver a su ausencia como condición de este. No solo debe ir complicando, además debe ir aclarando; porque las ambigüedades no son buenas ni iluminan el aprendizaje. Marcar los errores no se vivencia de modo frustrante en los alumnos (e incluso de la frustración nos podemos enriquecer) si los modos son los adecuados. Corregir es parte de la función docente, y de esto también nos debemos hacer cargo. Que el alumno investigue y que el docente explique, no son actos que se eliminen el uno al otro; si nuestra capacidad de equilibrar es idónea. La clase puede ser de los estudiantes, vivida así por ellos, y también del docente al mismo tiempo. Ambas cosas necesariamente irán de la mano, si se da lo primero se dará lo segundo; porque aquello que nos marca (con toda la implicación de la palabra), no deja de acompañarnos.

Es compromiso docente el desarrollo intelectual y por qué no, personal de los alumnos; así como el propio.
El alumno no está meses enfrente de nosotros para obtener únicamente una transmisión conceptual, tiene además la necesidad de sentir que es comprendido y que lo quieren comprender. Reclama, en justo reclamo, ser reconocido en su individualidad. No se debe dar por descontada la presencia de los estudiantes, ni sus comportamientos, ni sus intereses; todo esto hay que producirlo y sostenerlo. Por ello para transportarlos más allá de eso que siempre son (cuerpos tras pupitres) hay que motivarlos, ganarlos; pero desde ese rol que nos toca actuar: el de docente. Con lo que sabemos de la materia elegida; pero también generando puentes con lo que tendremos que aprender de quienes son ellos. Porque la labor docente no se ejerce ante seres vacíos.

Notas:

  1. Este trabajo fue realizado como parcial de didáctica 3 de IPA, exigiendo ser una reflexión sobre el ejercicio docente.
  2. Pág. 5. Cerletti, Alejandro A. Enseñar filosofía: de la pregunta filosófica a la propuesta metodológica, Buenos Aires, Novedades Educativas, 2005.
  3. Pág. 3. Ibídem.
  4. Pág. 5. Ibídem.
  5. Pág. 101. Meirieu, Philippe. Aprender sí. Pero ¿cómo?, Barcelona, Octaedro, 1993.
  6. Pág. 5. Cerletti, Alejandro A. Ibídem
  7. Pág. 60.Young, Robert. Teoría crítica de la educación y discurso en el aula, Barcelona, Paidós, 1993.
  8. Pág. 6. Cerletti, Alejandro A. Ibídem.

2 comentarios:

  1. Clinamen está agregado en "sitios amigos" de mi blog. Un saludo, R. Viscardi.

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